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Hace unos días, Miquel Segura, en su habitual colaboración en Ultima Hora (s’Era), traía a colación, para instrumentar su crítica a la izquierda, una muy atinada comparación. Decía así: «Sabido es que la izquierda buenista y pacata (…) aspira a imponernos cómo debemos comportarnos en todos los órdenes de la vida, muy en línea de los curas del nacional-catolicismo franquista…». Personalmente, me atrevería a ampliar el modelo a la Iglesia universal. ¡Ni que fueran curas!

Aunque no lo parezca y aunque pretenda ocultarse, lo cierto es que las democracias liberales de Occidente están sometidas a un auténtico cerco por parte de amplios sectores radicales de la izquierda y de la derecha, por los populismos de toda especie y por los «nacionalismos cerrados, exasperados, resentidos y agresivos», como los ha calificado Francisco (Fratelli tutti, n. 11). El autoritarismo ejerce una verdadera seducción en una parte importante del electorado. Su atracción es alimentada por ciertos medios de comunicación, dudosamente objetivos, por las poderosas redes sociales que alimentan el clientelismo, por la polarización política e incluso por el obsesivo sentimiento de modificar la realidad pasada que no les agrada.

En España, por decisión, creo que no buscada, del pueblo español, hemos hecho posible una coalición de gobierno, manifiestamente sectario y totalitario, de carácter social comunista, con apoyo de los nacionalismos separatistas y los herederos de ETA. Las consecuencias son visibles en el día a día. Asistimos atónitos al ocaso de la ya débil democracia española, que, a buen seguro, lamentaremos cuando ya sea inviable y tenga muy difícil remedio. Así somos los españoles: siempre, cuál Penélope, nos entretenemos en tejer y destejer, esto es, eternamente centrados en la estrategia de polarización. ¡Qué pena!

Ahora mismo, Sánchez, incapaz de arreglar la muy grave situación económica por la que atravesamos y que afecta a las clases bajas y medias de la sociedad, ha acelerado su pérfido plan en torno a leyes con alta carga ideológica. Busca, sin duda, dividir aún más a la sociedad e incitar al electorado de izquierdas, claramente dividido. Es un plan a la desesperada, sabedor de que se la está jugando.

En este marco hay que situar, por ejemplo, la Ley de Memoria Democrática. Busca un imposible: la memoria siempre es personal. No se puede pretender una memoria colectiva escrita e interpretada por una parte de la sociedad. Como ya se le ha recordado en la múltiples críticas a la misma, «es profundamente antidemocrática, además de poseer un sesgo histórico anticientífico» (Bieito Rubido). En ella se nota demasiado la mano del gobierno social comunista, el guerra civilismo de Sánchez y sus corifeos, el afán por dividir, la obsesión por cambiar la historia y la manía por destruir lo logrado con la Transición y la propia Ley de amnistía del 77 en la que tanto protagonismo tuvo la izquierda. Ahora se ha visto la trampa que Sánchez puso a Felipe en el Congreso de Valencia y éste, con notable ingenuidad, abrazó.

Digámoslo sin tapujos: Se quiere imponer a todos los ciudadanos un pensamiento único, una visión o un relato claramente excluyente y que no admite contestación alguna, ni oposición de ningún tipo. Por no admitir, ni siquiera permitiría el estudio o reflexión de los historiadores que llevase a conclusiones distintas. Vamos, ni que fueran curas y estuvieran declarando un dogma de fe religiosa.

¡Qué mal se llevan con la libertad! Cada cual tiene derecho a recordar lo que estime oportuno, a investigar y expresar lo que le venga en gana, e incluso a olvidar ciertas cosas. Es su libertad. Los parlamentos no atesorar competencia alguna para legislar sobre la verdad ni, menos aún, sobre lo que cada uno quiera pensar y recordar. Lo contrario tiene un nombre: es antidemocrático e inconstitucional. Repito: ¡Ni que fueran curas!