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Los antiguos griegos vertían vino en las hogueras donde quemaban a sus muertos. En las piras funerarias, rendían tributo a los que amaron con gotas de vino, que es una parte esencial de la cultura mediterránea. El vino como símbolo de civilización. La embriaguez que significa el entusiasmo y la pasión necesarias para existir con plenitud. El vino de los banquetes y las fiestas, de los rituales a los dioses, de las ceremonias fúnebres. Creían en el poder del vino sobre el cuerpo de los muertos. Se trataba de embriagar el alma para que pudiese volar más alto.

La imagen me parece de una belleza increíble: el alma embriagada que alza el vuelo, precisamente porque el vino le ha dado alas. El poeta francés Charles Baudelaire tiene un magnífico poema que se titula ‘Embriagaos’, en el que afirma que la única forma de escapar de la sensación de que el tiempo pasa y nos doblamos hacia la tierra es embriagarse. La embriaguez es necesaria –asegura– ya sea de vino, de poesía o de virtud. No importa, insiste. Embriagarnos es la salvación. Es decir, apasionarnos como única vía para escapar de nuestros miedos, de apostar por la vida.

Para los griegos clásicos, la embriaguez no tenía nada que ver con las borracheras. El vino era bueno en la medida que permitía alzar el vuelo, no cuando significaba perder la noción de uno mismo, situando al ser humano en un nivel de inconsciencia. No nos referimos al vino que enturbia las miradas y hace vacilantes los pasos, sino al que nos otorga lucidez.
El vino, el trigo y el aceite fueron desde el principio la base de la alimentación en toda la órbita mediterránea, pero tuvieron también un valor de símbolo. El vino era un ingrediente de las ofrendas a los dioses del Olimpo, el vino será mucho más adelante la sangre de Cristo. Es alegría y consuelo.
Sigamos a Baudelaire y escuchemos sus versos porque los poetas son sabios y deberíamos aprender de ellos.