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Dice Martí March que sobre la asignatura de Religión en la escuela hay que hacer una reflexión. Algunos interpretan las palabras del conseller d’Educació como una manifestación más de la corriente laicista y anticatólica que propugna la izquierda con notorio desconocimiento del marco jurídico internacional. La verdad es que coincido con March en que probablemente haya que repensar el papel del hecho religioso en la enseñanza, pero no para suprimirlo –lo cual sería ignorar el papel de la moral religiosa en la construcción de valores que hoy consideramos universales–, sino para darle un nuevo enfoque que permita a todos los alumnos conocer la religión –todas las religiones– desde una óptica no confesional o, mejor dicho, compatible con todas las confesiones. Muchos católicos estamos completamente de acuerdo con ello. No tengo muy claro que en los extremos del espectro político, ni en el propio Govern, se piense igual.

uCacé en las redes un comentario, creo que del periodista Álex Grijelmo, acerca de las lenguas, que me pareció acertado y me sugirió una idea. No hay lenguas propias y ajenas. Quienes hablamos indistintamente dos o más lenguas somos ‘poseedores’ de ellas, nos pertenecen. El centro sobre el que gravita la importancia de una lengua no es el territorio, o la nacionalidad, sino el individuo. La historia, la tradición y la identidad son, naturalmente, importantes, pero estos conceptos no son sujetos de derecho, sino en todo caso manifestaciones de una realidad, por definición, cambiante.

Los ciudadanos de Balears hemos padecido hasta hace solo unas décadas una pérfida y ridícula diglosia. Nuestros padres y abuelos hablaban perfectamente una lengua que no sabían escribir y escribían una lengua que, en general, hablaban bastante mal. La una era para el día a día, la otra se reservaba para asuntos oficiales o para las relaciones epistolares. He conocido a muchas personas con las que hablaba siempre en mallorquín pero que, si me tenían que dejar una nota o escribir una postal –cosa de otro siglo–, lo hacían indefectiblemente en castellano.

Actualmente, no podemos decir que se hayan invertido los términos, pero el escenario es asimismo perverso. Nuestros jóvenes han aprendido a escribir en catalán igual –de mal, diría yo– que en castellano. Sin entrar en detalles, leen y escriben ambas lenguas. El retroceso social del catalán es evidentísimo, y curiosamente ha ido paralelo a la alfabetización en esa lengua, aunque no sean causa y efecto. Los millennials baleares –salvo, quizás, en pequeñas poblaciones– usan menos el catalán, y para empeorar el asunto su bagaje léxico es muy pobre. Probablemente, usen menos barbarismos que nosotros o nuestros antepasados, pero lo hablan menos y peor. La normalización no ha mejorado, pues, la salud del catalán.

La receta para este mal no puede ser empobrecer el conocimiento del castellano, como se predica desde la radicalidad. No podemos fiar el conocimiento de una lengua –por potente que sea– a los ámbitos informales, a los medios de comunicación o a su uso coloquial. Catalán y castellano deben amalgamarse en la escuela y en la universidad si no queremos que, a fuerza de intentar normalizar una mientras arrinconamos otra, vulgaricemos nuestras dos lenguas oficiales.