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Todos los días de la semana pasada, y parte de esta, ha tenido que salir la gente a la calle con paraguas y eso permite una breve incursión en el complejo mundo del paragüismo y la paragualogía. No recuerdo el día concreto –pero pudo ser cualquiera pues iba yo en el bus mirando por la ventanilla– pero sí que tuve la sensación de presenciar en la calle algo así como el momento de los coros de una ópera, un espectáculo de ballet o una comedia musical de los años cincuenta. Había dejado brevemente de llover (seguiría haciéndolo más tarde) y había mucha gente en la calle con paraguas. Por un momento, y obviando el sonido ambiente del bus, hasta me pareció escuchar arias y recitativos mientras contemplaba la escena. Siempre me ha dado por fijarme en la gente que va con paraguas. Ejemplo, ese tipo de ahí que camina por la acera apoyándose con su paraguas como si fuera un bastón y unos andares parecidos a los de Charlot. O ese de allá, asomado al escaparate de una tienda mientras golpea intermitentemente el suelo con la punta del mango. O esa mujer del paraguas transparente. O esas dos que pasean bajo la tela desplegada de uno aunque no llueva en ese momento. El paragüismo y su observación y análisis (la paragualogía) tiene sus ritos y, a veces, pueden llegar a ser obsesivos. Igual que hay gente incapaz de entrar por primera vez en una casa sin buscar con la mirada si hay libros a la vista o si tiene o no televisor, hay quienes lo primero que intentan localizar es un paragüero. O que se preguntan si tras los armarios habrá oculto alguno, ya sea grande (y de puño en forma de gancho) o plegable; de esos que caben en un bolso, asoman por los bolsillos o cuelgan de las muñecas (como las mascarillas de la era pandémica) en las pausas sin agua de los días de lluvia como los que han marcado los últimos días: los de la gran obertura de los paraguas.