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El PP no tiene derecho a arriesgarse a perder las próximas elecciones librando una guerra sin cuartel contra sí mismo, porque lo que hoy nos jugamos no es la alternancia en el poder de dos partidos, lo que está en pugna es la misma existencia de la Nación. Vivimos bajo los perversos efectos del gobierno formado por la extrema izquierda y apoyado por grupos antisistema y separatistas, con el fin común de acabar con el sistema, unos, y con la Nación, los otros. Sufrimos los efectos de una revolución totalitaria, que ha llegado al poder democráticamente, para cargarse el régimen del 78 desde la misma cúpula, con acoso y destrucción de las instituciones y erosión de sus cimientos. Sin costes, sin riesgos, mientras la ciudadanía va vendiendo su alma a ese diablo que la abduce, la conforma a medida de su ideología, reduce su libertad y la degrada política y moralmente.

El sanchismo es un ente artificial sin conciencia, sin escrúpulos, y sin moral, que tiende a la autocracia, agudiza las desigualdades entre españoles y está desconstruyendo la Carta Magna por la puerta de atrás, propiciando el secesionismo. Navega en el océano de la política con el único fin de mantenerse a flote agarrado al timón. Ayuso es valiente, tiene criterio propio, gestionó la pandemia corriendo riesgos y ganó; es natural, transmite autenticidad y confianza y, por ello, es una lideresa incuestionable que ganó las elecciones abriendo un nuevo horizonte al PP. Si de lo que se trata es de disparar a lo que brilla, como se hizo con Cayetana, el PP se ha colocado en modo suicidio y se posiciona en contra de su militancia y sus votantes.

Nada es peor en una organización humana a la que se exige un resultado, que la ausencia de un líder definido investido de autoridad, dispuesto a ejercerla cuando sea necesario. Hay situaciones en que no cabe la delegación de autoridad, entre ellas está cuando se produce una crisis que la ponga en peligro. En los últimos cuarenta años, los partidos políticos han sido dirigidos, con mayor o menor acierto, por un liderazgo autocrático, en el que el líder ha tenido un poder absoluto. Los intereses que se urden y con los que se mercadea, las tensiones que se generan en el choque de las ambiciones, han hecho conveniente ese tipo de liderazgo que, por otra parte, la militancia agradece y valora. Casado parece que ha optado por el liderazgo de laissez faire, el que deja a los líderes formar sus equipos y que estos después trabajen por su cuenta. No ha ejercido hasta ahora un liderazgo firme, más bien se le ha detectado cierta debilidad, como si temiera imponer su criterio. Solo se fajó aquel día en que, por miedo a que su adversario político de verdad pensara que no era suficientemente de centro, se equivocó de enemigo y rompió peras con el hasta entonces amigo Abascal, aquel que le permite gobernar en varias Comunidades y el único que, llegado el caso, le podría sentar en La Moncloa.
Una vez que el conflicto se ha aireado, Casado solo tiene una solución para no perder. Todo lo que no sea dar un puñetazo sobre la mesa, adelantar el congreso del PP de Madrid y nominar a Ayuso como única candidata, será su suicidio político. Cualquier otra solución sería engrosar a Vox, prestarle a Cs votos para que no desapareciera, alimentar la abstención y, como consecuencia, evitar que se cambie el colchón de La Moncloa. Casado habrá demostrado que antepone intereses bastardos al bien general de la Nación en un momento crítico de nuestra historia. El desastre que significaría salir al rescate del sanchismo, que lleva camino de repetir a nivel nacional los resultados de Madrid, se le adjudicaría a él y solo a él. El votante de centroderecha no le perdonaría nunca su ausencia de firmeza y el haber puesto en riesgo la oportunidad de quitarse de encima la pesadilla de un Gobierno irresponsable del que es consciente que conduce al país a la ruina.