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Unos días de vacaciones me han permitido comprobar de qué sirve la televisión. Los mayores que apenas salen de casa y se tragan horas y más horas de contenido audiovisual reciben a cambio una catarata de noticias aterradoras que cambian por completo su percepción del mundo. En una realidad paralela, completamente ficticia, los programas se afanan por destilar miedo por todos sus poros. Por la erupción de un volcán, por la trágica muerte de un chiquillo, por alguna famosilla cutre que dice no sé qué chorradas a cambio de un sustancioso cheque. La telebasura nos salpica con sus pestilentes jugos y quienes tienen los oídos crédulos comulgan con una nueva religión: la devoción al temor.

El miedo es el gran dios moderno. Mucho más que el dinero, que ya es decir. Así que ahora, una anécdota curiosa, esa que dice que en Austria contemplan la posibilidad de un apagón eléctrico en los próximos años, nos arrebata la tranquilidad y nos imprime, como un tatuaje indeleble, un nuevo miedo. Ya apenas nos queda piel libre para acoger miedos nuevos. ¿Consecuencia inmediata? Los comercios ven cómo su stock de hornillos de gas y de linternas a dinamo se agota. Durante la Guerra Fría, en los países nórdicos era obligatorio construir búnkeres antinucleares en los sótanos de las viviendas. Ahora, la munición de esta guerra no fría, sino heladora, es el miedo, el temor, la psicosis colectiva.

Tras el virus, el volcán, la crisis de los microchips, la falta de suministros, el apagón, el calentamiento global que nos va a achicharrar a todos, la Greta Thunberg gritando sus consignas apocalípticas, los programas de televisión dedicando horas y más horas al terror. ¿Con qué objetivo?