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Jesse Stevens es un chico de dieciséis años, de Devon, Inglaterra, que hizo 917 kilómetros en bicicleta para llegar a Glasgow, Escocia, y tener algún protagonismo en la cumbre del cambio climático. A pesar de su esfuerzo, casi nadie habló de Stevens porque la competencia por un segundo de televisión en Glasgow es tremenda. La niña sueca Greta Thunberg tuvo un poco más de suerte con su perorata en medio de la calle, pero es que Greta lleva años invirtiendo en márketing. Al mismo tiempo, cuatrocientos aviones privados llenan los aeropuertos del oeste de Escocia. Nunca antes la caja del aeropuerto de Prestwick, por ejemplo, había tenido tales ingresos. Pese a que es el segundo aeropuerto de Glasgow, durante la cumbre del cambio climático está haciendo su agosto, aunque esos aviones contaminen mil veces más que la aviación comercial y que cualquier otra forma de transporte.

El propietario de Amazon, Jeff Bezos, firme defensor de la economía sostenible, acudió a Glasgow en su avión de setenta millones de dólares. Como el príncipe Carlos o como Alberto de Mónaco. El propietario de Microsoft, Bill Gates, en cambio, acudió con su yate diésel. Y el presidente de Estados Unidos se desplazaba con veintiséis coches, todo un gesto en relación a los ochenta que empleó en Roma para visitar al Papa. El Gobierno español, angustiadísimo por el cambio climático, desplazó tres veces los aviones oficiales a Glasgow: una para Nadia Calviño, otra para Teresa Rivera y, finalmente, para Pedro Sánchez.

Más allá de las denuncias respecto del modo de transporte empleado para acudir a la cumbre, en sí bastante reveladoras, las calles de la ciudad se convirtieron en un circo llenos de monólogos dedicados a la televisión, incomprensibles para todos los demás: allí hasta había tamiles que explicaban a la prensa su drama, famosos que buscaban crearse una identidad o payasos que se conformaban con una propina: el fin del mundo que es el cambio climático es una buena forma de ganar dinero y de hacer el ridículo impúdicamente.

Lo más grave es que ante un asunto tan serio, la mentira parece ser la respuesta. Vean que hoy prácticamente ya no queda ni una empresa, ni una organización, ni un gobierno que no sea líder en descontaminación. La realidad va por un lado, la representación mediática –que equivale a la propaganda– va por otro. Prácticamente todo lo que se relaciona hoy con el clima es una payasada. ¿Cómo puede asociarse hasta la más simple de las tormentas con la contaminación, como si nunca antes en la historia hubiera habido una inundación? Ahora resultará que la lluvia y las sequías son un fenómeno nuevo. Es probable que haya influencia del cambio climático, pero la gente seria debería aportar unas pruebas de las que absolutamente nadie tiene constancia.

Estos días veía en Alemania una valla publicitaria que hablaba de que un determinado tren suponía una reducción del 100 por ciento de la emisión de gases –en Baleares, hubiéramos superado ese porcentaje–; una cadena de cafeterías vende que ya no se emplea productos no naturales; hay hoteles certificados como ambientalmente sostenibles y no hay autobús en el mundo hoy que no lleve una pegatina ecológica –hasta los diesel de la EMT de Palma ponen ‘compromís verd’– que nos asegura que sus humos son oxígeno para los pulmones.

La cumbre empezó con el acuerdo de reducir las emisiones de metano para no sé qué año, barriendo debajo de la alfombra que las emisiones por combustión de carbón no se podrán reducir porque China e India no quieren ni oír hablar. Ni siquiera han mandado a sus líderes. ¿Cómo podemos conseguir que las vacas, las principales productoras de metano debido a sus ventosidades, paren sus emisiones? ¿Vamos a hablar con ellas? ¿Vamos a dejar de tener vacas? Es curioso que nadie se haga preguntas sobre qué es lo que se ha acordado.

No tengo dudas: la primera causa de que no luchemos contra el cambio climático es la incapacidad del ser humano para hacer análisis racionales, desapasionados de lo que nos ocurre y actuar coordinamente en consonancia. En este tema –como en otros muchos, no tan trascendentales– estamos demostrando nuestras limitaciones colectivas: preferimos la simplicidad, la emotividad, el circo, la puesta en escena, el engaño. Queremos parecer y no ser. Aunque, perdón, quizás todo haya cambiado con la presencia en Glasgow de nuestro vicepresidente Yllanes, que ya se ha entrevistado creo que con Groenlandia, en una cumbre en la que no tiene ni voz, ni voto, ni silla. De allí sólo nos traerá el facturón de los hoteles y restaurantes y, con suerte, un titular en la prensa afín.