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Hace unos años, tampoco tantos, los carteles de las obras de teatro resaltaban, junto al título de la obra, el elenco de los actores y actrices. La gente quería saber quiénes actuaban en cada montaje. Hace todavía más años, en la calle se oía «Voy a ver a Bódalo» o «Vamos a ver a la Velasco». Poco a poco el nombre de los intérpretes fue diluyéndose.

Sus nombres empezaron a aparecer en un tamaño de letra cada vez más pequeño para, más tarde, ser sustituidos por el de la compañía, cuando había compañías. Lo más sorprendente vino después cuando, en todos los carteles, junto al título de la obra ya solo aparecían los nombres del autor y el del director. Los de los actores y las actrices desaparecieron. A eso le siguió que el nombre del autor apareciera cada vez en un tamaño de letra más pequeño y el de los directores más grande de forma que, al final, solo se leía el título de la obra y el nombre de quien dirigía el montaje. Los nombres de los autores eran también acompañados en todos los carteles por los de sus adaptadores que, con el paso del tiempo, llegaron a figurar en mayor tamaño que el de los propios autores. Desde los inicios del teatro se consideraba que los creadores eran los autores y los intérpretes, pero, de un tiempo a esta parte y casi sin darnos cuenta, nos están metiendo en la cabeza que los creadores son los directores. Un actor, incluso sin texto, puede llegar a dirigirse a sí mismo y crear un hecho teatral. Un autor puede escribir una obra de teatro genial, aunque no llegue nunca a verla representada, pero ¿qué puede hacer un director sin una obra y sin intérpretes?

Este fenómeno no solo se ha dado en el mundo del teatro. El del cine no le ha andado a la zaga. Hoy es más usual decir «¿Has visto ya la de Woody Allen?» que «¡Vamos a ver la de Meryl Streep!» Pero en el cine se dan, además, otras dos características que no dejan de ser chocantes: la primera es que los títulos de crédito finales son sistemáticamente condenados al olvido por las cadenas de tv, que los cortan a la brava, o por los espectadores que, mayoritariamente, se levantan de su asiento en cuanto aparecen, y la segunda es que, cuando se apagan las luces de la sala y te dispones a ver la película, te sueles pasar por lo menos medio minuto viendo los nombres y los logos de quienes han puesto el dinero, antes incluso que el título de la película. Quizá sea una de las muestras más palpables de que lo que un día fue considerado un arte no sea ahora más que una industria en la que «qui paga, mana».