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En el cuadro de Goya ‘Los fusilamientos de la Moncloa’ la misma expresión desesperada aparece en fusiladores y fusilados. Goya tenía esa capacidad: pintaba lo que veía pero filtrado por su propia idea de las cosas: soldados y ajusticiados aquejados, por igual, del horror de lo que van a hacer, devorados por el horror de lo que les va a suceder. El pelotón de fusilamiento espantado ante no se sabe qué.

Son los verdugos porque conocen el mandamiento ‘No matarás’ y, aunque se les ha enseñado que no existe Dios al que responder de los propios crímenes, saben que, cuando hayan matado, ya nada les borrará de la conciencia el instante fatal en que un ser humano perdió la vida porque ellos se la quitaron. Hoy se insiste en que deben repararse daños producidos por una de las partes de la contienda civil 1936-1939. Mientras tanto, una isla canaria está siendo devastada por un fuego cuyos daños sí urge reparar. Hoy y en adelante. Me niego a imaginar un cuadro de Goya titulado ‘Desastres del volcán porque estaban ocupados en reprocharse ofensas’.

Alguien dijo «la limosna humilla al que la da y al que la recibe». La guerra, igual. La guerra daña al que mata, al que muere y, sobre todo, daña al que sigue usándola para pelear. El día de hoy ha dejado y deja seres humanos fallecidos por una pandemia, enfermos que no pueden ser atendidos, personas sin trabajo, obreros en busca de la salud necesaria para encontrar una ocupación legítima y, sí, contendientes del pasado cuyas ofensas reclaman reparación. Una sociedad sana tiene que calibrar prioridades y utilizar una memoria lúcida porque se necesitan recursos para ofrecer el primer empleo a los adolescentes, apoyar a los que deseen estudiar, habilitar becas, favorecer la investigación, buscar la asociación entre profesionales para crear segmentos de producción fuertes. O sea, una memoria digna de ser recordada.