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Viajar abre los ojos, da perspectiva y proporciona referencias. Por ejemplo, recuerdo qué maravillosa me pareció Palma al regresar de unas vacaciones por el caótico sur de Nápoles. Fue la misma sensación que tendría después, cuando volví de recorrer Palermo y cercanías. Retornar a la Isla tras estos viajes fue gratificante: aquí sí se respetan los semáforos, aquí sí hay papeleras, aquí los buses sí tienen paradas, las industrias no están en medio de los barrios residenciales y los contenedores se vacían con frecuencia.

Sin embargo, esa no es la sensación que tengo ahora mismo, al regresar de dos viajes consecutivos, primero a Londres y, días después, a Pamplona, dos ciudades con las que tengo lazos y que, por la maldita pandemia, hacía años que no visitaba.

Lo de Londres es espectacular: nunca como esta vez había visto la capital inglesa sin el agobiante ruido del tráfico; hay áreas del centro en las que ni hay coches, ni camiones, ni autobuses. Prácticamente sólo se puede acceder al centro de la ciudad caminando o, como hice yo, en bicicleta. Los coches tienen que pagar un cargo por acceder, el cual se convierte en desmesurado y disuasorio si el vehículo no cumple con las exigencias de la Ultra Low Emissions Zone (Ulez). Hay avenidas enteras, como Victoria Embankment, antes con cuatro carriles siempre saturados, que ahora están dedicadas a las bicicletas. Tales son los obstáculos, que los conductores de coches han abandonado este modo de transporte. La red ciclista no es una sucesión de vías inconexas y dependientes de los coches sino exactamente al revés, con semáforos y señalética propia que les otorgan prioridad. El actual alcalde ha mantenido la red de ciclovías de Boris Johnson y las ha ampliado, acentuando la transformación de la ciudad. Mi sensación fue tal que hasta diría que el cielo me pareció menos plomizo.

En el caso de Pamplona, el cambio es aún más radical porque el punto de partida era peor. La capital navarra tiene hoy todo el centro peatonalizado. Nunca yo hubiera imaginado que alguien tendría la valentía de erradicar los coches de toda la calle Carlos III, de extremo a extremo. Para que se hagan una idea de la profundidad de las políticas, hoy el cien por ciento de Pamplona es zona Ora. Yo, que conocía perfectamente la ciudad, no daba crédito a cómo avenidas que otrora estaban siempre saturadas ahora son peatonales.

Inimaginable.

Está claro que en Pamplona primero se crearon vías alternativas para los coches, se centralizó la red de transportes bajo una única autoridad comarcal, se crearon circuitos con autobuses modernos, atractivos, no contaminantes, y finalmente se peatonizó todo el centro de la ciudad. El resultado, como en el caso de Londres, es simplemente brutal. En los dos casos, es evidente que el secreto de su éxito consiste en ofrecer primero una movilidad alternativa, tras lo cual las restricciones casi son innecesarias. Para el común de la gente, lo importante no es el coche sino la movilidad.

Como se imaginan, regresar a Mallorca tras estas experiencias es tremendo. Porque me está ocurriendo exactamente lo contrario a lo que me sucedió al volver de Sicilia o Campania: la absoluta incapacidad gestora de nuestros políticos municipales queda al desnudo. Da igual de quién hablemos, porque el problema no es ni de la derecha, ni de la izquierda, sino del ambiente mediocre y ramplón en el que se mueve nuestro ayuntamiento.

Las galerías de la plaza Mayor, las escaleras del Teatro Principal, la incapacidad para cerrar todo el Borne al tráfico, el estado deplorable del edificio de Gesa, la impotencia ante el desastre que son barrios como La Soledat, Son Gotleu, ‘Corea’ o incluso el mismo Coll d’en Rabassa, la red de autobuses centralizada en la plaza de España, la suciedad, las pintadas, el parque de las Estaciones con esa marquesina de la Intermodal, las casetas de vidrio... Ni siquiera el nuevo Plan General, que como los anteriores nunca se aplicará, puede ilusionar.

Cómo es posible que la famosa ‘falca verda’ haya quedado en ese jardín horrible que quince años después sigue sin ser visitable; cómo puede ser que el Jonquet no tenga molinos; cómo Gomila puede llevar treinta años así; cómo es posible que en Mallorca no se pueda viajar con una única tarjeta de transportes; cómo celebramos que una parte de la flota de buses es a gas y no eléctrica. El ridículo poste cuentaárboles que el alcalde plantó en la plaza de España sintetiza el nivel de nuestro municipio.

Habría que fomentar que nuestros políticos viajen más: los que regresen tal vez hayan aprendido algo; con más suerte, igual ya no vuelven nunca más.