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Imaginemos la escena. Un padre con su hijo. Es uno de esos momentos íntimos, alejados de la inercia y del ruido del día a día, que incitan a la sinceridad, a las palabras graves. Se encuentran en la cocina, no hay nadie más en casa. El padre inicia el diálogo y enseguida se percata de que su voz suena diferente. Irremediablemente, llega el momento de los consejos. El padre dice: «Hijo, piensa por ti mismo, con libertad y sin miedo a lo que puedan opinar los otros». El hijo asiente y da las gracias. El padre continúa: «No practiques el seguidismo acrítico», a lo que el hijo responde que no lo hará. «Tu mente es tu mayor tesoro», asegura el padre. «A veces no estaremos de acuerdo en algo, pero siempre respetaré tu opinión, hijo». ¿Son lágrimas de emoción lo que asoma a los ojos del padre? Entonces el hijo decide hablar. «Papá», dice, «llevo varios días pensándolo y no me creo eso de que la Tierra sea una esfera». El padre parpadea, no termina de entender. «¿Qué?», dice. «La Tierra es plana, papá». «Pero...». Y ahí termina la réplica del padre. No sabe cómo seguir. «¿Sí?», dice el hijo. «Nada. Vale», balbucea el padre. «Vale. Gracias, papá». Y aquí termina la escena.