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Uno de los mayores problemas humanos es que la austeridad sea considerada, para los que la padecen o practican, como una desgracia o un castigo. Muy pocos ven que en un mundo limitado la austeridad es una virtud imprescindible. Porque de lo contrario, inevitablemente, se llega al final de los recursos o a su degradación. Exactamente tal como nos está empezando a suceder ahora, que gastamos más recursos de los que el planeta es capaz de proporcionarnos. La ecología no es un capricho ni una moda, es una necesidad ineludible en un mundo limitado.

Por circunstancias personales recibí una educación con una austeridad muy estricta. A esa austeridad no solo no la he repudiado, sino que la he practicado respetuosamente. Si me decidí por la Ciencia Económica fue por creer que al tener como objetivo la correcta utilización de los bienes escasos sería la ciencia de la austeridad. Pero visto lo visto está claro que el ser humano considera sólo lo que su vista le alcanza, pero olvida todo lo que esté más allá de su visión primera. De ahí mi frustración con esa ciencia, que, en la práctica, por no considerar la escasez de muchos recursos, se olvida de la economía del largo plazo, e inevitablemente a corto tiende a despilfarrar los bienes de los que no ve su extinción inmediata.

La religión es la práctica que más ha pregonado la austeridad. Y algunas colectividades religiosas la han practicado hasta el extremo. Podríamos decir que la austeridad debería ser la principal característica de la religión, independientemente de las creencias que adoctrine. En mi caso esto me encaja perfectamente, porque sé que el único Dios posible es el Universo y, consecuentemente, que la ecología es la única religión verdadera.
Como me es costumbre, debo acudir al arte para encontrar respuesta a mis preguntas. En el caso que discuto, si miro al cine, siento nítidamente que dos cineastas, geográfica y religiosamente tan distantes, como el católico Robert Bresson en Francia o el budista Yasujiro Ozu en Japón, en su cine, por profano que sea el tema de su película, ésta se manifiesta como un acto estrictamente religioso. Esto es así porque gracias a su extrema sobriedad son capaces de religar al espectador con la conciencia universal. En cambio Cecil B. de Mille, a sus muchas películas de tema religioso acaba convirtiéndolas en profanas por su desmesura formal, que impide al espectador la menor posibilidad de interiorizar. Por la misma razón resulta más religiosa la pintura de un Rothko o un Mondrian, a pesar de no contener la menor referencia a ningún hecho religioso, que la mayoría de las pinturas o esculturas que puedan contemplarse en nuestras iglesias; las cuales son muy doctrinarias, pero muy poco religiosas. Todos los economistas, desde los más adictos a su praxis, hasta los que nos encontramos en los márgenes, somos de alguna forma directamente responsables del desastre que estamos viviendo. Y también del que está por venir, que probablemente será todavía mucho peor. Somos responsables porque desde hace mucho tiempo deberíamos habernos negado a colaborar en este genocidio. No lo hicimos porque, los que somos conscientes de ello, temimos que tal actitud nos llevase a una hecatombe económica y social. Pero cualquiera que vea que su forma de vida le lleva hacia una catástrofe debería estar dispuesto a imponerse un cambio, por duro que sea éste. El problema es que somos muy pocos los que lo sentimos. Y, posiblemente, cuando seamos mayoría ya no habrá remedio.

En cuanto a la Ciencia Económica actual sería más consecuente llamarla la Ciencia del Despilfarro. Las consecuencias serían las mismas, pero sería más coherente.