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El papa Francisco acaba de lanzar al mundo un mensaje que no ha dejado indiferente a nadie. Nos hace ver –como él mismo dice– que hay muchos cambios que marcan puntos de no retorno, puntos de inflexión, encrucijadas en las que la humanidad debe elegir. El Papa se fija en el sufrimiento que conlleva la pobreza de siempre y las nuevas pobrezas de hoy. A todo ello se añade la crisis alimentaria que afecta a millones de personas en muchos países del mundo pobre y, no pocas veces, en el mundo rico. Dice, incluso, que las muertes por año por causas vinculadas al hambre puedan superar a las del COVID. Pero eso no es noticia, eso no genera empatía, no reviste interés suficiente para los grandes medios y los formadores de opinión.

En todo lo que se hace a favor de paliar la pandemia y sus consecuencias, como la ayuda solidaria hacia tantas otras desgracias, hay quien sabe mostrar el rostro de la verdadera humanidad. Por ello, el papa Francisco hace una llamada valiente y comprometida a toda la sociedad en la persona de sus primeros responsables de los diferentes campos en los que se ponen en juego la dignidad y los derechos de cada persona y de pueblos enteros. Me adhiero personalmente, en comunión de Iglesia y conciencia social, a las peticiones humanitarias del papa Francisco, que transcribo a continuación:

A los grandes laboratorios, que liberen las patentes. Tengan un gesto de humanidad y permitan que cada país, cada pueblo, cada ser humano tenga acceso a las vacunas.

A los grupos financieros y organismos internacionales de crédito que permitan a los países pobres garantizar las necesidades básicas de su gente y condonen esas deudas tantas veces contraídas contra los intereses de esos mismos pueblos.

A las grandes corporaciones extractivas mineras y petroleras, forestales, inmobiliarias, agronegocios, que dejen de destruir los bosques, humedales y montañas, dejen de contaminar los ríos y los mares, dejen de intoxicar los pueblos y los alimentos.

A las grandes corporaciones alimentarias que dejen de imponer estructuras monopólicas de producción y distribución que inflan los precios y terminan quedándose con el pan del hambriento.

A los fabricantes y traficantes de armas que cesen totalmente su actividad, una actividad que fomenta la violencia y la guerra, y muchas veces en el marco de juegos geopolíticos que cuestan millones de vidas y de desplazamientos.

A los gigantes de la tecnología que dejen de explotar la fragilidad humana, las vulnerabilidades de las personas, para obtener ganancias, sin considerar cómo aumentan los discursos de odio, el grooming, las fake news, las teorías conspirativas, la manipulación política.

A los gigantes de las telecomunicaciones que liberen el acceso a los contenidos educativos y el intercambio con los maestros por internet para que los niños pobres también puedan educarse en contextos de cuarentena.

A los medios de comunicación que terminen con la lógica de la post-verdad, la desinformación, la difamación, la calumnia y esa fascinación enfermiza por el escándalo y lo sucio, que busquen contribuir a la fraternidad humana y a la empatía con los más vulnerados.

A los países poderosos que cesen las agresiones, bloqueos, sanciones unilaterales contra cualquier país en cualquier lugar de la tierra. No al neocolonialismo. Los conflictos deben resolverse en instancias multilaterales como las Naciones Unidas.

A los gobiernos en general, a los políticos de todos los partidos quiero pedirles, junto a los pobres de la tierra, que representen a sus pueblos y trabajen por el bien común. Quiero pedirles el coraje de mirar a sus pueblos, mirar a los ojos de la gente, y la valentía de saber que el bien de un pueblo es mucho más que un consenso entre las partes; cuídense de escuchar solamente a las elites económicas tantas veces portavoces de ideologías superficiales que eluden los verdaderos dilemas de la humanidad. Sean servidores de los pueblos que claman por tierra, techo, trabajo y una vida buena, que nos pone en armonía con toda la humanidad, con toda la creación.

A todos los líderes religiosos, que nunca usemos el nombre de Dios para fomentar guerras ni golpes de Estado. Estemos junto a los pueblos, a los trabajadores, a los humildes y luchemos junto a ellos para que el desarrollo humano integral sea una realidad. Tendamos puentes de amor para que la voz de la periferia con sus llantos, pero también con su canto y también con su alegría, no provoque miedo sino empatía en el resto de la sociedad.