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A finales de 2017 la UE hizo pública una lista de lo que consideraba paraísos fiscales, que es revisada cada seis meses. Me costará horrores apartar de mi cabeza la idea de que el momento en el que los rectores de tan respetable institución se hallaban: A) en circunstancias de extremo aburrimiento aunque movidos por el imperativo de hacer algo útil; B) limitados en sus dotes, físicas e intelectuales, tras haberse entregado a una extraordinaria cuchipanda gastronómica; C) sometidos a importantes presiones que les llevaron a actuar considerando por encima los criterios políticos que los estrictamente técnicos.

Realmente, hay un montón de razones para atender a tales argumentos. Y ya no es sólo que de los 18 tenidos en cuenta inicialmente hoy queden solo la mitad. Lo más ‘gracioso’ es que desde entonces algunos países han ido saliendo y entrando de la lista. Y en este apartado encontramos a Andorra, Islas Caimán, Bahamas, Barbados, o Dominica, todas ellas gozando de merecido prestigio en la clasificación del mangoneo mundial de capitales.

Pero quizás lo más, digamos, ‘desconcertante’ de todo, consiste en que apenas 48 horas después de la publicación de los Papeles de Panamá, algún que otro rinconcito, por ejemplo, las Islas Seychelles, salpicadas por el escándalo, ¡salieron de la lista!

Entendámonos, más allá de la clandestina, y hasta punible, admiración que alguien pueda sentir por semejantes proezas en el campo de la evasión fiscal lo innegable es que la evasión supone una pérdida de dineros que serían precisos para combatir las desigualdades sociales. Y con eso no se juega.