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Tras la lectura de El matrimonio anarquista me queda la sensación de que los autores saben algo que yo no sé y que nunca sabré. Tal vez porque no estudié con ahínco cuando debí hacerlo o, simplemente, que mi cabeza no da para más, no es lúcida como la de ambos autores y, por tanto, siempre mira el dedo y no lo que el sabio señala. En principio hubiera deseado que ambos fueran desconocidos. Eso me daría cierta dosis de imparcialidad de la que, por mucho que me empeñe, carezco.

Algo vital para no ser tendencioso y elogiar banalmente a dos personas, dos autores, dos seres eruditos, cuya valentía al mostrarse tal como son en las páginas de El matrimonio anarquista, en una fluida conversación epistolar, queda fuera de toda duda. La idea de la belleza. Los tatuajes. El sentimiento de culpa. El rumbo inesperado de una relación. Las redes sociales. El Eme. La masturbación dolorosa. Son elementos que tienden a mezclarse de un modo procaz e irreflexivo, pero, bajo sus directrices, queda elegante porque tal es la cualidad de su escritura. Había un anuncio de coches que me fascinaba. Una pareja caminaba por la acera. Al chico le caía una maceta en la cabeza. La maceta se le quedaba montada en el cráneo como si floreciese.

Al principio ella no se enteraba y, cuando lo hacía y comprobaba cómo la planta estaba perfectamente acoplada a la cabeza del chico, sonreía celestialmente y le decía, en lo que para mí era la mayor declaración de amor que he observado jamás: Hazte así, y le retiraba unas cuantas raíces de los ojos. Luego seguían caminando del brazo, plenos de felicidad, aparecía el coche del anuncio y el eslogan: Su dureza te contagia. Para mí eso es la historia de los autores de El matrimonio anarquista, su dureza contagia.