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Tras un largo periodo de docencia online en la universidad, volví a las aulas. Es distinto tener a los alumnos cerca, aunque tengamos que estar siempre atentos a la distancia de seguridad, a pesar de que no nos veamos las caras, medio ocultas por las mascarillas. Todo parece más frío, más distante, probablemente más duro. Sin embargo, resulta mejor que hablarle a una pantalla, intentando transmitir calidez a tu discurso, sin saber si al otro lado tus alumnos perciben ese esfuerzo de proximidad.

Les hablé como siempre de literatura: de la necesidad que tenemos los humanos de escuchar historias, de alimentarnos de relatos. Les dije que la pasión por los libros solo se transmite por contagio. Si te entusiasma leer, podrás construir lectores entusiastas. Si eres un lector desganado, jamás comunicarás el amor por los libros a los demás.

A muchos de mis alumnos, les cuesta leer. Alegan que tienen que invertir mucho tiempo en los libros que son de lectura obligatoria y que no les da la vida para más. Siempre he pensado que la vida nos da para hacer aquello que realmente queremos. Es una cuestión de prioridades. Mis alumnos culpan al sistema educativo de su desinterés por la lectura. Son las cuestionadas ‘lecturas obligatorias’ de la ESO, que les hicieron asociar los libros a un deber desagradable. Quizás deberíamos replantearnos el término lecturas obligatorias, ciertamente. No es muy afortunado si se pretende incentivar el amor a los libros.

Al escuchar las quejas de mis alumnos, recuerdo a Bastian, el protagonista de La historia interminable, aquel lector ansioso e insaciable, que devoraba los libros porque le permitían vivir una vida mejor, llena de retos, sorpresas, aventuras e interrogantes. Evoco su emoción por la lectura, aquella ansiedad que muchos experimentamos al seguir los pasos de un personaje que hacemos propio, porque reímos y sufrimos a su lado. Como Bastian, me siento afortunada.