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El puerto de Palma era la otra noche territorio hostil, peligroso, para el viajero que desembarcaba en su coche y le dirigían hacia una zona no habitual, al lado de un crucero. El factor mayor de inquietud era un control sanitario en el que los agentes pedían el certificado de vacunación o de pruebas negativas. El Ambiente era tétrico y cutre. Oscuridad casi total, solo algunos destellos de farolas lejanas, y los encargados del control comprobando carnés, documentación de ocupantes y redacción de informes a la luz de los móviles.

Resuelto el trámite, confusión y titubeos de circulación en la salida del recinto. Palma no se merece un diseño laberíntico como este para un puerto que ese mismo día recibía con satisfacción turística cuatro cruceros de los grandes. Aquello parece un circuito de juguete, con sus minirotondas, bloques de hormigón para separar, embudos hacia las casetas de control policial y espacios de registro de vehículos sospechosos (por la droga, supongo), pésima señalización en las calzadas de acceso y peor luminosidad. A saber la imagen que se han llevado los miles de cruceristas, pero no es lo más preocupante porque lo importante es lo que sienten y padecen centenares de viajeros y camioneros que diariamente utilizan los buques de frecuencia regular.

El aeropuerto, cuya ampliación está contestada por el ecologismo, no puede suplir el tráfico de vehículos del puerto, desde siempre bajo proyectos de remodelación y cambios de atraque. Parece que ya está bien, que el muelle de Portopí necesita cirugía urgente. El aeropuerto puede esperar.