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Es posible que muchos recuerden al que fue speaker en la Cámara de los Comunes, John Bercow, que alcanzó celebridad tanto por su carácter díscolo como por su peculiar forma de hacer callar los diputados hasta el punto de que en determinados círculos se llegó a hablar más de él que de lo que ocurría en el Parlamento de Westminster. Su empeño en incordiar a Boris Johnson, añadido a su intento de disolver el Parlamento, supusieron que, llegado el momento del retiro, se le negara el título de lord, como era tradición en el caso de los speakers. Su sucesor, sir Lindsay Hole es otra cosa, dócil en extremo ante las directrices de Downing Street, pero exigente como un inquisidor en lo concerniente a la indumentaria de unos diputados que acostumbrados a que Bercow les dejara ir sin corbata, se sienten ahora algo incómodos. Hole es de los que abronca al interesado/a si juzga que su manera de vestir no es la adecuada. Así, ha decretado que nada de pantalones de algodón aunque el termómetro suba, nada de leer libros o periódicos durante los debates por aburridos que resulten, nada de móviles, tabletas, insignias, ni siquiera paraguas. Es lo que tienen los británicos, siempre dan juego, desaparece de escena uno considerado excéntrico y es sustituido por otro, tradicional hasta el tuétano que exige a los legisladores traje clásico y corbata a los hombres, y vestido formal «de negocios» a las mujeres. Ah, esa envidiable facilidad anglosajona para ver en todo un espectáculo, de ahí su capacidad para la escena. En el fondo es envidiable que su política siempre rica en anécdotas sea más llevadera que otras. Compárenla con la nos llega a los ciudadanos desde el muermo de San Jerónimo.