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El filósofo norteamericano Daniel Dennett, conocido como ‘nuevo ateo’, en uno de sus libros titulado Breaking the spell (Rompiendo el hechizo) defiende la idea de que la fe religiosa impide que los creyentes vean el mundo con claridad. Concibe la religión como un ‘hechizo’ vulnerable que podría romperse en cualquier momento. Sin embargo, el libro de Dennett es en realidad una descripción ‘brillante’ de los defectos materialistas de la cultura secular. Como una especie de ‘hechizo’ tales defectos han inundado las mentes modernas cuya forma más rápida de romperlo es volverse religioso. No sucede así en la práctica.

Existe una especie de rechazo ‘irracional’ a la religión que se expresa en variadas formas de un egoísmo refinado que termina aislando a la persona. Hannah Arendt decía: «La característica principal del hombre de masas no es la brutalidad y el atraso, sino su aislamiento y la falta de relaciones sociales normales». Una sociedad socialmente sana probablemente nunca elegiría a líderes o gobernantes ineptos que acaban siendo rechazados apenas iniciado su mandato. El distanciamiento social requerido para controlar la COVID alimentó patologías que ahora se están prolongando. Las personas aisladas y atomizadas recurren a movimientos que les suscita actitudes contrarias a las vacunas. Se persiste en el error cuando se busca derrotar una idea poderosa mediante una victoria militar. Se logra mucho cuando se mantiene una ‘sana’ presión mediante el debate, la protección de la vida, la difusión de ideas liberales y se permite que toda teocracia se marchite bajo el peso de sus propios defectos.

El ‘hechizo’ que hay que romper no es la religión en sí misma, sino las patologías de la razón favorecidas por un tinte religioso que falsifica la presencia de la religión en la sociedad. El mismo Dennett asevera que la religión es un sistema social en la cual la creencia en un ser sobrenatural es decisiva en lo que debe hacerse en la vida cotidiana. Conviene, por lo tanto, considerar seriamente la influencia de la trascendencia en la inmanencia en nuestras vidas, sobre todo, en momentos de incertidumbre generalizada como son los nuestros. Muchos pensadores políticos, leyendo a Kierkegaard, han coqueteado durante mucho tiempo con esta idea. Desde G. Lukács hasta Theodor Adorno, y desde Paul Sartre hasta Jacques Derrida. Reflejo actual de esta tendencia, aunque precipitadamente limitada, tenemos a grandes teóricos políticos. Alain de Badiou basándose en S. Kierkegaard sostiene que en cada elección que realizamos demostramos que no estamos atados a este mundo, sino que necesariamente lo trascendemos. Jürgen Habermas afirma que la reconciliación de la ética y la política es precisamente una cuestión que con un compromiso más pleno con la trascendencia nos permitiría resolverla. Apoyándose en Kierkegaard, al igual que Badiou, Habermas asume que el formalismo dentro del pensamiento ético y político ha dejado una ausencia en su corazón, que Kierkegaard llena de Dios.

En otras palabras, nosotros mismos no somos la base de nuestra libertad y su uso responsable; lo que fundamente nuestra libertad es Otro. Este Otro no necesita ser entendido en términos teológicos, podría ser traducido en conceptos seculares que posibilite basar la ética y la política en afirmaciones que estén más allá de las convenciones. El desafío social y política, entonces, no es soslayar este enfoque, sino explicarlo de una manera verdaderamente inclusiva y no denominacional. Slavoj Žižek sostiene que, hasta que no seamos conscientes de nosotros mismos, no podremos ser libres. No es hasta que somos capaces de pensar en el mundo que surge la posibilidad de la elección ética, de modo que, antes del desarrollo de la conciencia, existimos en un estado amoral o premoral, como Adán en el Edén. Siendo conscientes de uno mismo, entonces, sucede una apropiación responsable de nuestra voluntad, en la que ya no necesitamos de la ética convencional. Una ética posconvencional no sería ya un salto decisionista mediante el cual simplemente damos cuenta de la falsedad o las limitaciones de la ética convencional; más bien, refleja un proceso de autodesarrollo, mediante el cual descubrimos una forma más ética de existir y, como consecuencia, trascendemos las limitaciones de una ética anterior. Este proceso, en la medida en que habla del desarrollo de nuestra capacidad para una ética más auténtica, es inclusivo en una nueva línea. En lugar de definir lo que significa ser humano, ofreciendo así una definición que casi con certeza excluirá a las personas, el sentido de inclusión se refiere a nuestra propia capacidad para tratar a los demás de manera inclusiva.

Como resultado, la inclusión no depende de una constitución social o política adecuadamente definida, sino de la capacidad de sus miembros constituyentes para tratarse mutuamente de manera inclusiva. Además, esta capacidad de inclusión –lo que también podríamos llamar amor al prójimo– es dialécticamente el medio por el que lo logramos. Es decir, amando es como nos volvemos a amar a nosotros mismos. Por lo tanto, las comunidades inclusivas no se forman cuando definimos adecuadamente su naturaleza y la ética por la que deben vivir, sino que se forman cuando nosotros mismos nos convertimos en personas abiertas y amorosas.