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Queremos una sanidad pública de calidad? ¿Deseamos una buena educación pública? ¿Pretendemos unos servicios sociales públicos, próximos a la ciudadanía? ¿Buscamos infraestructuras adecuadas para las necesidades de nuestros entornos? Si usted ha respondido que sí a estos interrogantes, entonces se le debe informar que se necesita dinero –y no poco– para cubrir esas demandas. Los servicios esenciales de un Estado del Bienestar, la gran conquista de la Europa post-bélica, requieren de importantes recursos. Y éstos provienen, básicamente, de la capacidad recaudatoria de los Estados, a parte de los procesos de endeudamiento de los mismos. Desde 1945/1950, la presión fiscal creció en Europa y en Estados Unidos para culminar objetivos esenciales: apuntalar las recuperaciones económicas atrasadas y desarrollar políticas públicas de mejoras sociales.

Los tramos de renta más elevados tuvieron, en las economías occidentales, una presión fiscal entre el 60 % e incluso el 85 %, según investigaciones recientes de Thomas Piketty y Branko Milanovic. Todo con gobiernos liberales, conservadores, laboralistas, demócratas y republicanos: sin excepción. El crecimiento económico no se resintió; se creció con fuerza, tanto en Europa como en Estados Unidos y Japón, al tiempo que se mejoraban sustancialmente las condiciones de vida de la población. Mayores infraestructuras «silenciosas» de todo tipo: sanitarias, educativas, formativas, de investigación, sociales; al lado de las infraestructuras físicamente más visibles: carreteras, edificios, autopistas, puentes, estaciones. Subir impuestos fue crucial para establecer estos fundamentos que, sobre todo en la vieja Europa, conocemos; el caso de Estados Unidos es diferente: desde los años 1980, el tipo fiscal más elevado se ha ido reduciendo hasta llegar a poco más del 20 %. Ricos más ricos; la potente clase media formada desde 1945, en declive. Los datos tampoco mienten en este sentido, y pueden consultarse tanto en las bases del FMI como del Banco Mundial.

Cuando hoy se prometen rebajas de impuestos como el gran frontispicio de la acción en política económica, junto a la flexibilización de los mercados, quienes hacen tales propuestas deben explicar, claramente, dónde activarán la tijera. Con menos ingresos, la capacidad de acción en políticas públicas se reduce: lo vimos durante la Gran Recesión, con contracciones estrepitosas de los ingresos tributarios, que redundaron en problemas para cuadrar las cuentas públicas. Porque no se puede afirmar, de manera tan frívola, que se reducirán los impuestos a la vez que se mantendrán los resortes básicos del Estado del Bienestar. Esto no es posible; más aún: nunca ha sucedido en la historia económica. Si los proponentes asumen que reducirán impuestos, y ello comportará ajustes presupuestarios en el capítulo de gastos, y lo dicen, el anuncio es honesto. Pero si se trata de cuadrar círculos, haciendo creer que se dispone de una capacidad técnica mágica, eso tiene un nombre: engaño.

Los equipos económicos que proponen tal dislate deben esforzarse para ser más convincentes. Porque un anuncio electoral es gratis; su aplicación, sin recortes, imposible.