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Gordon Bell, un exempleado de Google, una vez retirado, decidió adosar una minicámara de televisión al gorro que usa todo el tiempo. Ese ‘ojo’ electrónico se conecta con un sistema de grabación que opera las veinticuatro horas. El hombre quería dejar testimonio visual de todo lo que hacía. Este empeño no sólo le condujo a producir este vídeo interminable sino que, además, recogió miles de fotos, páginas web visitadas, emails y hasta llamadas de teléfono, de manera que una reconstrucción de su vida pudiera ser exacta. Microsoft le financió como parte de un proyecto para conocer futuras formas de explorar las conductas humanas.

Clive Thompson, que investiga cómo las nuevas tecnologías están cambiando nuestros cerebros, estudió el caso de Bell, observando los problemas que se derivan de su iniciativa. Thompson le reconoce algunos méritos pero también apunta a varias consecuencias derivadas de tanta información. ¿Cómo se puede saber exactamente qué día buscar aquel encuentro en una calle, aquel cartel luminoso que era tan original, aquel coche estridente? Bell lo tiene todo guardado, pero no es plan ver todos los vídeos para localizar algo específico, de manera que surge entonces la necesidad de dedicarse cada día a tomar notas de todo lo que se filma para introducirlo en una base de datos.

Dejando de lado las horas de sueño, todo esto equivaldría a dedicar la mitad del día a visualizar la otra mitad del día, la realmente vivida, y registrar en la base de datos todo lo ocurrido. Lo cual, a su vez, nos conduce a preguntarnos si Bell debía dejar de filmar lo que ocurría durante esas horas en las que estaba visualizando lo vivido y creando las bases de datos. ¿Eso no es vida? Insoportable, pero vida.

Surge inmediatamente otro problema aún más complejo de resolver: ¿qué eventos registramos y qué eventos ignoramos? Si la idea es grabarlo absolutamente todo porque todo es potencialmente importante, cómo lo clasificamos, cuando la enorme mayoría de las cosas que nos ocurren son dignas del olvido inmediato. Cada día recorremos las mismas calles, en el mismo sentido, viendo las mismas casas... ¿Tiene sentido registrarlo? ¿Tiene sentido que hoy me dedique a grabar el camino que hice ayer y antes de ayer?

Pese a que Bell escribió en 2009 un libro en el que analiza sus descubrimientos, siempre con el lenguaje grandilocuente de quien está explorando el futuro, yo confieso que cuanto más profundizo en todo esto, menos interés me despierta. Para mí es absurdo dejar de vivir la vida para visualizar el pasado, por si cuando acabemos de procesar todo esto, pudiera llegar a interesarnos volver a verlo, que no a vivirlo.

El mundo digital clama por sentido común, so pena de vivir en un ridículo insuperable. La vida vale para ser vivida, no para ser contemplada; la memoria humana es suficientemente selectiva como para quedarse sólo con aquello que merece la pena ser recordado, de manera que pretender archivar todo lo que vivimos, indiscriminadamente, es simplemente demencial. No me extraña que con tan poco sentido común se pasen la vida viéndose en un ordenador.

Algunas de estas cuestiones tienen importancia porque el mundo digital, invasivo, omnipresente, absorbente, está alterando elementos centrales de nuestras vidas. En todo el mundo está constatándose que los niños juegan menos horas al día porque dedican más y más tiempo a contemplar el entorno a través de una pantalla; más gente dedica más tiempo a mirarse o a mirar en lugar de ser protagonista, en lugar de hacer; y dedicamos más y más tiempo a un mundo representado, interesante, no despreciable, pero que deberíamos ser capaces de mantener en el segundo plano que se merece lo que no es original sino copia, reproducción.

Decía McLuhan que cada ayuda que nos proporciona la ciencia supone que una de nuestras habilidades naturales se atrofia. Ya no tenemos motivo para memorizar números de teléfono, ni para saber aparcar. El ser humano es tan ridículo que, a cambio de poder ir hasta el gimnasio cómodamente en coche, sin consumir energía, paga por usar la cinta mecánica que le quemará la grasa acumulada al volante.

Es futurista que un papanata se atiborre de material digital sobre su vida, que otro científico lo entreviste sobre las ventajas de dedicar veinticuatro horas del día a este empeño y que todo sea presentado con el lenguaje fantástico de quien busca el más allá. Pero para mí nada de esto resiste el filtro del sentido común.

Al menos tiene una virtud: esto nos permite asegurar que en el futuro seguiremos conviviendo con la estupidez; digital, pero estupidez. Algo hemos descubierto.