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Dice Schopenhauer que la vida es un motor activado por los deseos, estos deseos que nos mueven pero que también nos frustran. Ya sabemos que nos acostumbramos fácilmente a las cosas conseguidas. Tanto nos habituamos a ellas que acabamos despreciándolas. Por esto siempre repetimos el ciclo de actividad incesante hacia nuevos objetivos que, una vez logrados, acaban como antes: dejándonos siempre en el vacío. Esta movilización para satisfacer deseos provoca nuestras acciones, pero también nos lleva a competir con otros que pretenden alcanzar lo mismo que nosotros. Y todo ello en una lucha de todos contra todos en un combate cuyo premio (para los vencedores) será el de siempre: el habituarse a lo conseguido, que queda desvalorizado.

Se comprende, por lo tanto, la filosofía de T. Hobbes (1588-1679) cuando nos presenta al hombre como un ser siempre en lucha y competencia con los demás, lucha despiadada para la consecución de lo que todos aspiramos. Por esto, y dando la razón a T. Hobbes, nos vemos en la necesidad de reglamentar normas de conductas sociales y así frenar unos enfrentamientos que sin leyes serían cada vez más frecuentes y violentos y que ni siquiera beneficiarían a los más fuertes porque ya sabemos que los ‘fuertes’ dejan de serlo fatalmente en algún momento determinado de sus vidas.

Por lo tanto, no es la sociedad la que corrompe al hombre, sino todo lo contrario: lo protege con ordenamientos jurídicos y códigos de obligado cumplimiento. Sin normas ni cultura cualquier persona sería un salvaje que, en contra de las ideas de Rousseau (que cree en la bondad innata de las criaturas) ya al nacer estaría programado para luchar para satisfacer deseos múltiples y no solo de estricta sobrevivencia, estos deseos que, como decimos, llevan tanto a confrontaciones como a frustraciones.

Como bien afirma Simone Well «nadie se siente satisfecho durante mucho tiempo del hecho puro y simple de vivir». Siempre queremos más y más. Queremos aquellas cosas que una vez poseídas dejan de interesarnos, las que desilusionándonos después de obtenidas nos llevan a la conquista de otras que acabarán sin valor como lo fueron las primeras. Hasta incluso los defensores apasionados de grandes Causas (las que aparentan dar sentido a la vida) se darían cuenta, si triunfara su lucha, de que su éxito les haría desdichados «pues perderían así su razón de vivir. Lo mismo ocurre con todos los deseos».

Desengañémonos. Este mundo no es «el mejor de los posibles», como afirmaba Leibniz . El mejor de los posibles, o imposibles, tiene que estar forzosamente en otro sitio diferente al universo sujeto a las leyes físicas.

A pesar de todo, sin embargo, reconozcamos que gozamos muchas veces de momentos de vida maravillosos: podemos amar y ser amados y contemplar siempre la belleza prodigándose a caudales en torno a nosotros. Es ahí donde se halla la única representación de lo realmente divino en este mundo, lo único (y ya es mucho) que vale la pena de ser vivido, y que ojalá sea el anticipo de lo que nos aguarde después de la muerte.

¿Y qué decir del dolor, del sufrimiento y de su posible o no necesidad? Pues poco, porque en estas miserias incomprensibles se encierra el gran misterio de la vida.