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Quienes somos muy estrictos en lo concerniente a nuestra privacidad estamos sin duda atravesando malos, muy malos tiempos desde que las nuevas tecnologías han canonizado la indiscreción y, lo que es aún más grave, una mayoría se está prestando a ello. La difusión indiscriminada de datos personales puede acarrear unas consecuencias que muchos parecen no tomarse en serio.

La falta de criterio al respecto está llevando a facilitar datos sin tener en cuenta la posibilidad de que ello conduzca a la incapacidad de tomar decisiones propias. A juicio de los expertos más sensatos, que los hay, si los ciudadanos no controlan su huella digital puede llegar el momento en el que, algoritmos en ristre, las grandes corporaciones decidirán por ellos. Algo realmente inquietante, en especial en asuntos como la salud, el pensamiento político, o las relaciones en el ámbito más próximo.

Es cierto que existen reglamentos específicos para la protección de datos, pero sucede que gran parte de las decisiones que atentarían contra el derecho a la intimidad se toman de forma automatizada y pueden no trascender hasta el organismo correspondiente. Capítulo aparte merece la facilitación de datos personales entre menores particularmente atraídos por la atmósfera cibernética. No puede ser que se lleguen a las redes sociales, en definitiva a los desconocidos, contraseñas, o datos que hacen posible la geolocalización, lo que suele ocurrir cuando se usan sin la menor precaución redes wifi públicas.

Aquellos que nos sentimos tan refractarios a cualquier posible invasión de nuestra intimidad experimentamos cierta incluso incredulidad ante la «tranquilidad» con la que algunos ciudadanos dejan entrar en su vida a cualquiera.