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Detienen a una mujer en una calle afgana. Un nutrido grupo de hombres, con armas, la observan, mientras dos personajes, uno de ellos presumiblemente religioso, lanza una serie de arengas y obliga a la mujer a arrodillarse. Los milicianos graban todo con sus móviles, pertrechados con sus metralletas. El discurso prosigue. La mujer, silente, permanece de rodillas, humillada. Seguramente se la acusa por no ir totalmente tapada, a pesar de que va cubierta de arriba a bajo, dejando solo su rostro libre. Los soldados, inquietos, se revuelven en torno a ella y siguen grabando la escena. De pronto, el segundo personaje descerraja un tiro en la cabeza de la mujer, que se desploma ante los gritos de los asistentes. Está pasando esto en Afganistán, e imágenes como esta circulan en las redes. Siento vergüenza, rabia, impotencia: años de sacrificios para llegar a este punto, mientras se conoce la desesperación de la gente para huir de un país en llamas, población que ve venir el genocidio, el holocausto al que se ve a someter a un pueblo abandonado por los graves errores cometidos en un pasado no tan lejano. Errores que provienen de estrategias conspirativas, auspiciadas desde Estados Unidos y avaladas por muchos países occidentales.

No conozco los detalles de todo este proceso. Pero la secuencia que acabo de visionar es estremecedora, durísima, implacable. Apoyando en su momento a los talibanes en Afganistán, con armas, dinero, pertrechos, con el pretexto de erosionar la presencia rusa, se alimentó un nuevo monstruo. La búsqueda de Bin Laden en tierras afganas espoleó presencias militares masivas –hasta cien mil efectivos– por parte de Estados Unidos, arrastrando en esa estrategia a muchas naciones aliadas. Sólo ver esa escena que relato, que recuerda otras que uno rememora de la guerra del Vietnam, con ejecuciones obscenas ante las cámaras, se percata del desastre que se avecina. Todo en un país pobre, miserable, en el que algunos deben hacer pingües negocios traficando con armas, alimentos y drogas.

La situación planetaria es distópica: pandemia, crisis ecológica, cambio climático, inestabilidad internacional, migraciones masivas huyendo del hambre y de la inseguridad, avance de populismos de extrema derecha, un panorama desolador que vemos con la distancia de nuestros dispositivos electrónicos, a pesar de que ya padecemos algunos de los efectos provocados por un sistema económico que no proporciona un bienestar común, promesa que se rompe en el interior de los países más desarrollados. Y que manifiesta su lado más oscuro y tétrico en las geografías más periféricas.

Las mujeres y sus hijos van a ser las que más van a padecer esta situación, con Afganistán como referente desolador. A parte de canalizar nuestra oposición en escritos y manifiestos, que pueden reconfortarnos a nivel particular, se debe exigir a los gobiernos del mundo que encaren este problema que choca frontalmente con los más sagrados principios de la democracia. Las religiones, también una vez más, pilotan ideológicamente el proceso: la intransigencia teológica se ha instalado. La prohibición es regla. La represión, herramienta. Terrible futuro.