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Creo que hoy no podría rodar nada, lo políticamente correcto, la censura inducida, lo biodegradable, lo sostenible, el género y el número, se lo comerían con patatas. Con Luis García Berlanga tuve la suerte de hablar varias veces, muy simpático y atento siempre. En una ocasión fue en una presentación que se hizo en el Palacio de Linares, actual Casa de América, al salir le comenté si estaba «por allí el marqués de Leguineche», carcajada al canto; en otra ocasión, le regalé un libro mío sobre el Camino de Santiago y él me mandó posteriormente algunos de sus vídeos; entonces estaba con el mesonero Lucio, los dos muy amables, «don Lucio hace mucho que me quiero tomar sus huevos estrellados, pero nunca hay sitio», «pues ven cuando quieras y te los pongo en la barra». Con Sazatornil, cuando hacía teatro al lado de mi casa, aquí en Madrid, recordamos con mucho deleite su inconmensurable papel de vendedor de porteros automáticos en La escopeta nacional, más aquella escena en la que Luis Escobar colecciona pelos de pubis por no hablar de cuando está asando los ‘rovellons’ del señor marqués. Un cine, el berlanguiano, lleno de humor cáustico, con escenas inolvidables como la de «ponga (siente) un pobre en su mesa» o la familia de Cassen viviendo en un váter público. Un Berlanga fetichista, capaz de saltarse cualquier censura, voyeur de buenas señoras, coleccionista de muñecas hinchables, que no era de izquierda (estuvo en la División Azul) pero de quien Franco dijo que «no era un comunista pero sí un mal español».

En el guion mecanuscrito de El verdugo (terminado en 1962) así se describen las escenas rodadas en Mallorca: «Al fondo veleros, esquiadores, bañistas, etc.; en una palabra el mar compone un fondo muy apropiado para la alegría de Carmen (Emma Penella), quien chapotea como quien no sabe nadar». Dos páginas más adelante aparece la prodigiosa escena de las cuevas del Drach: «un guardia (civil) rema y otro, con un megáfono, grita» para ordenarle al verdugo que tiene trabajo a la vista. Recordemos que el nuevo verdugo (que hereda el cargo de su suegro, Pepe Isbert) va a Mallorca (1963) porque tiene una ejecución en la modalidad de garrote vil en la prisión de Palma y aprovecha la estancia para visitar turísticamente nuestra, Isla (otra muestra del humor negro de Berlanga). A la rea (una envenenadora en serie) le dan una copita de champán francés y tras ella el cura ya la puede confesar, está más tranquila.

Por otra parte en el archivo digital del Berlanga Film Museum hay varias fotos de Rafael de Luis en las que se muestran escenas mallorquinas de El Verdugo, de las cuevas del Drach (Berlanga dijo muchas veces que el paisaje de Mallorca le ayudó mucho) y de la pensión Broseta (zona de Can Barbarà) donde se alojaba la familia del verdugo (Nino Manfredi). Berlanga dijo que en El verdugo quiso mostrar «ese decalaje que existía entre una España que seguía siendo medieval representada por el correspondiente señor de Burgos, y la Europa moderna representada por los turistas, por las chicas extranjeras».