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Cualquiera puede manifestar su postura acerca de ese fenómeno de despersonalización y progresiva despoblación de los centros de las grandes capitales y ciudades turísticas que venimos en llamar gentrificación, horrendo neologismo anglosajón. Unos creerán que se trata de un proceso imparable; otros, en cambio, pensarán que desde el ámbito político pueden adoptarse medidas legales para paliar sus efectos más perniciosos.

El Pacte llegó al poder en Cort con un mensaje clarísimo. Aparte de su insana obsesión por el revisionismo histórico, José Hila y su equipo manifestaban que iban a acabar con el principal factor gentrificante, que no era otro –según ellos– que el alquiler turístico. De hecho, Palma puso todo cuanto impedimento pudo a los propietarios de inmuebles para que no comercializasen sus casas como alojamiento para visitantes.

Lo que, desde luego, no podía esperar nadie es que, mediada esta segunda legislatura, el agente gentrificante por antonomasia haya pasado a ser el propio Ayuntamiento y su mal llamada área de movilidad, con la impagable colaboración de otras concejalías cuyo nombre no consigo retener, en manos podemitas.

Palma es hoy una de las ciudades en las que vivir en su centro histórico resulta más incómodo para sus ya escasos habitantes. Para empezar, se ha expulsado del centro todo comercio que no tuviera conexión directa con el turismo. Jarabo y sus compinches, por ejemplo, cerraron el único supermercado existente en el Casc Antic –en las galerías de la Plaça Major–, obligando a los residentes a desplazarse en coche hasta una de las grandes superficies que tan favorecidas están saliendo de su política progre.

Pero, en contra de lo que resultaría lógico, ello no ha conllevado una potenciación del transporte público. Los propios conductores de la EMT destapan el fraude monumental en que fundamenta el ahorro la empresa de transportes palmesana, consistente en no cubrir las bajas y reducir frecuencias hasta límites disparatados. Del tranvía mejor no hablo, que me entra la risa.

El artífice de esta enorme chapuza es Francesc Dalmau –al que las asociaciones de comerciantes y distribuidores califican directamente de chulo e incompetente–, que parece tener la consigna de matar el centro de Ciutat, dificultar todo lo posible la vida comercial y, por supuesto, expulsar a los pocos héroes aborígenes que todavía resisten en sus domicilios.

Cort se dispone también a prohibir el aparcamiento en todo el casco antiguo, incluyendo, claro, a sus residentes. Es una pena que en el siglo XIV los constructores no proyectaran garajes. A cambio, eso sí, les facilitará plaza en una de sus principales fuentes de financiación, los aparcamientos municipales, al módico precio de unos sesenta euros al mes. Es decir, que a los numantinos habitantes de Ciutat seguir viviendo en su propia casa les va a costar unos 700 euros anuales más, como si fuera un IBI duplicado o triplicado, un impuesto a la desfachatez de habitar lo que un día fue uno de los más bonitos centros urbanos de Europa.

Dalmau, que presume de catalinero –probablemente, la única condición que nos une– es también coautor de la muerte civil de su-mi-barrio, convertido en un escenario de anuncio de cerveza sueca. Mientras, Hila calla y se hace selfies.