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Cada día se suicidan una media de diez personas en España, lo que supone entre 3.000 y 4.000 personas al cabo de un año. No suponía que fueran tantos, pero, pensándolo detenidamente, con todo lo que se viene arrastrando desde hace ya un tiempo largo y que no tienes visos de todavía acabar, pandemia, confinamiento, cierres de empresa, restricciones, gravísimos problemas económicos, fallecimientos de familiares, soledad, paro, etcétera, no me parece una cifra tan desmesurada. Complicadísimo debe resultar realizar planes de prevención, sin embargo, lo que nunca he llegado a comprender del todo es por qué cuando alguien lleva a cabo un intento de suicidio abortado por la policía, los bomberos, la Guardia Civil o, simplemente por quien sea que se dio el caso que estaba por allí, la inmensa mayoría de nosotros se dedique a ensalzar, alabar y glorificar la figura del héroe, anónimo o no anónimo, olvidándose completamente de la desesperación de esa persona para llegar a esa lamentable situación. Sus intereses, que deberían ser los principales en este tipo de lances, quedan sumidos en el ostracismo para la opinión pública.

Naturalmente, por cuestiones de profesión o por encomiablemente socorrer a alguien, uno trata de preservar la vida humana, sin embargo, no me resulta comprensible que en los medios de comunicación el tratamiento de la noticia sea el de una hazaña y no se centre en el análisis del suicidio en sí mismo.

Es evidente que se considera que a esa persona se le está brindando una segunda oportunidad y que eso debería ser motivo de celebración, algo absurdo, si tenemos en cuenta que los problemas antes mencionados, u otros, van a continuar latentes después de ser salvado.