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Se cumple un siglo de la publicación de España invertebrada del filósofo José Ortega y Gasset . El agitado contexto histórico en el que apareció esta obra no dista demasiado del que adolece nuestro tiempo. El propósito del autor fue el de revertir el problema del particularismo en la convivencia social y política del país. Según su tesis, se estaba desandando el camino de la integración nacional: los grupos sociales y los territorios como partes de un todo se habían descompuesto en un todo aparte, afirmando absolutamente y por separado su soberanía. Se constataba así la incapacidad de aunar voluntades en torno a un proyecto sugestivo de vida en común.

En estos años, las diferencias, lejos de superarse, se han agravado. El enfrentamiento entre los partidos políticos, la crisis institucional o los intentos secesionistas no son sino expresiones de un malestar más hondo, radicado en la psique o alma del individuo. Poco a poco se ha abierto paso una mentalidad pretendidamente autodeterminada que, en el caso del español, acentúa su connatural individualismo. La tendencia acelerada a enclaustrarse en el propio ‘yo’, que dicta a capricho lo que es éticamente lícito sin acudir a ninguna instancia superior, cual «señorito satisfecho» –en palabras de Ortega−, manifiesta hasta qué punto se ha deteriorado el nivel cognitivo del ser humano.

En efecto, a pesar de considerar lo contrario, la mayoría de las personas no se conocen a sí mismas. Sin saberlo, se da por superada la enseñanza de Sócrates en la que la razón puede apreciar la verdad inmutable de la ética, inscrita en el orden de la naturaleza. Por el contrario, las posiciones de los sofistas griegos concedieron a la razón de cada cual un valor absoluto. La razón y mi derecho probablemente puede sintetizar toda esta idea, astutamente aprovechada por ciertas ideologías para alentar supuestas liberaciones de la humanidad que, a la postre, acaban por degradarla. Esto explica la aparición de «derechos» inéditos como el aborto, la eutanasia, la eugenesia, que ya ensayaran soviéticos y nacionalsocialistas para crear su hombre nuevo . Éste, por selección artificial, desecharía a los débiles o dependientes. Ahora, sutilmente, el mismo presupuesto se enmascara bajo una filantropía compasiva que lo hace más convincente y penetrable en las conciencias. Las mismas que aspira a dirigir un Estado cada vez más poderoso y entrometido –totalitario−, dispuesto a desplazar a las familias en la educación de sus hijos, forzosamente «instruidos» en dichas consignas.

Está claro que, actuando así, se pervierte el sentido del bien. Cabe, por tanto, redescubrir la dignidad original de toda persona a partir de un principio ordenador que –a juicio de Ortega− remite a la metafísica; es decir, a la dimensión del espíritu. Sin embargo, conforme refiere la tradición cristiana, ésta no puede entenderse en plenitud sin la realidad misma de Dios. Silenciarla como un tabú o negarla comporta esa reclusión cegadora que imposibilita visualizar la verdad íntegra del hombre. Se pierde entonces el elemento informante que asegura la libertad más íntima de la persona al participar, en cuanto que criatura racional, en la ley eterna contenida en la revelación; eximiéndole del dominio opresor de otros y de su propia fragilidad. Se trata, pues, de una fuerza imprescindible para la efectiva y completa vertebración del ser humano si se quiere su renacimiento.