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Se me había olvidado o lo arrinconé en una esquina del alma? A veces jugamos al olvido para protegernos. Intentamos hacer como si algo no fuese, aunque resulte obvio que nos estamos engañando. Son estrategias seguramente absurdas de supervivencia. Los viajes habían formado parte de mi vida. Viajar no era una simple opción de ocio, sino algo mucho más profundo. Representaba una forma de entender la vida, una necesidad de llenarme de otros paisajes, edificios y gentes: formas distintas de aproximarme a la realidad. Me encantaba viajar. Eso era antes de la pandemia, cuando los aeropuertos no eran lugares hostiles sino puertas al mundo.

De repente todo cambió: el mundo y mi vida. Llegaron tiempos muy duros y aparté los viajes. Simplemente no ocupaban un lugar en mis prioridades. A veces, solo a veces, escenas de viajes del pasado aparecían en mi mente como destellos de luz. Representaban la añoranza de tiempos mejores, imposibles.

He hecho un pequeño viaje a Menorca, la isla bella donde todos los azules surgen del cielo y del mar. He recorrido el casco antiguo de Ciutadella, las callejuelas laberínticas de Binibeca, las calas turquesa, el puerto de Maó. He sentido detenerse el tiempo en la belleza. He descubierto que cambiar de aires es como abrir las persianas para dejar que entre la luz.

Sin embargo, no es posible evadirse de la realidad. Las mascarillas y el gel me han acompañado en la escapada menorquina. He huido de los espacios cerrados y de las multitudes. Incluso me atrevería a decir que hubo algo de miedo en mis paseos por las calles que reconocía después de tanto tiempo, como si de alguna forma me hubiesen esperado. El miedo al reencuentro con los lugares que amamos, cuando sabemos a ciencia cierta que no somos los mismos de la última vez, sino otros a quienes nos cuesta reconocer.