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A pie de calle, sin más pretensión pero con la autoridad que me confiere el ser víctima –de hecho en el caso del estado de alarma, y potencial en el de excepción– de decisiones tomadas por un Tribunal Constitucional, incompleto en lo concerniente al número de sus miembros, y caducado desde el 2019, reclamo mi derecho al pataleo.

Soy consciente de que inicialmente los debates del TC acerca de la idoneidad del estado de alarma o del de excepción pueden parecerse a discusiones bizantinas y, a mayor abundamiento, a toro pasado. Que aquí, sobre los derechos restringidos, por seguir el eufemismo al uso, ya sabemos algo. Pero claro, superado el estado de alarma, y siempre inquieto ante lo que nos pueda deparar el futuro, los ciudadanos se interesan por el ‘otro’ estado, el de excepción.

Ah, amigos, preparémonos, porque de seguir adelante la pandemia y reconocida la incompetencia general con la que se le ha hecho frente, todo es posible y aterrador. El estado de excepción supone una suspensión de derechos que permite al Gobierno prohibir la circulación de personas y vehículos, exigir a ciudadanos sobre los que pesen sospechas de ser una amenaza para el orden público que comuniquen sus desplazamientos, suspender la inviolabilidad de los domicilios y realizar registros sin consentimiento del propietario, intervenir las comunicaciones de todo tipo, suspender publicaciones, emisiones de radio y televisión, y disolver reuniones y manifestaciones, excepto las de partidos, sindicatos y patronales.

Al parecer, desde el TC consideran que con el estado de alarma ya se llegó demasiado lejos, hasta donde hubiera sido propio el de excepción. ¡Joder! ¿Tenemos o no derecho al pataleo?