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Hubo un tiempo en el que los domingos eran los días del Señor. Las familias se engalanaban en la medida de lo posible para asistir a misa. Todos se saludaban y se pasaba revista. El hedonismo ya existía, pero se disimulaba. Ello se acabó en los noventa desapareciendo una generación, como siempre ocurre. Ahora nos entregamos a ser domingueros y playeros como si no hubiera cosa mejor que hacer, aunque estemos en alarma por altas temperaturas.

Las playas, lugar donde también ejercemos de policías, donde nos quejamos del próximo, de la falta de aparcamiento, de lo lentos que son los restaurantes o de las carpas que albergan la comida de familias multitudinarias sin que importe que los otros sean partícipes de lo que en su tiempo fuera un acto tan íntimo. Domingos al sol y de canícula, como cada verano, aunque ahora busquemos el cambio climático en cualquier extravagancia que presenta la indomable climatología.

Al final nada cambia, tendremos semanas de calor y de excesos de gente allá donde vayamos (el problema no siempre son los turistas ni los extranjeros). Domingos de calor excesiva en la que vuelven a arder las montañas de Andratx y uno no entiende la paradoja de esa Administración que envía recursos para combatir la destrucción y luego autoriza cubos de cemento en sus montañas. La destrucción adquiere muchas formas, algunos la justifican en la venta de las propiedades a extranjeros y para cuyo crecimiento este periódico nos manda una pregunta dominical: ¿Hay que frenar la venta de viviendas a extranjeros? Un dilema demasiado complejo cuando se superan los 35 grados y los nativos están preocupados por encontrar un trozo de playa o por saber el ganador la Eurocopa.

Hay cosas que no cambian y no deberíamos quejarnos del calor estival. Recordad cuando nuestros padres circulaban en aquellos lejanos ochenta sin aire acondicionado con la ilusión de llegar a casa para comer con la familia. O aquellos mallorquines que se levantaban a las cinco para ir cada día al campo y no parar hasta que el sol de verano hacía imposibles las manuales tareas agrícolas. Hemos olvidado demasiadas cosas empezando por tantísimas costumbres que ya solo pueden rescatarse desde la investigación o el testimonio de los más mayores. Pronto ya no pondremos las persianas porque los grandes ventanales acristalados están imponiendo su estética en todos los lugares de estas Islas. Los domingos son los días en los que fotografiamos la Mallorca en la que querríamos vivir y que no es la que aparece en esas fotos manipuladas sino en lo que se ha perdido para siempre. Los domingos el paraíso puede convertirse en un infierno y tan solo cabe el recurso de quedarse en casa. Eso sí, desconectando las redes sociales porque ya no hay peor mal moderno que molestarse sentado en el balancín del salón. Algo que afortunadamente, junto con ses teles de llengües , son patrimonio de cualquier verano mallorquín.