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Hace una semana, al abrir mi buzón de correo electrónico, me encontré con un e-mail que para mí equivale a un trofeo. Es un sueño hecho realidad: ochocientos euros concedidos por el Gobierno, tras casi un año de calvario.

En 2020, por estas fechas, decidí cambiar mi coche. En realidad quien lo decidió fue mi coche antiguo, que se negó a seguir rodando. El concesionario me dijo que estaba de enhorabuena porque en unos días el Gobierno iba a poner en marcha un plan de ayudas. Hice los números y me compré el coche. En el último momento el concesionario me informó de que en este ‘renove’ el comprador tenía que pagar el precio completo del vehículo y después el Gobierno reembolsaría la ayuda. Esto de pagar primero y ser compensado después excluye a quien va muy justo, pero como esos días no era mi caso, seguí adelante.

El Ministerio aún tardaría un mes en crear su web. El mismo día en que apareció, me conecté. «¡Cariño, espera que hago este trámite y te acompaño!», le dije a mi mujer una tarde cuando me puse a rellenar los datos. A la hora, empecé a ver dónde me había metido. No, no iba a acompañarla. Los funcionarios públicos, usando el lenguaje más críptico que se pueda uno imaginar, crearon un sistema endemoniado para acceder. Podía haber entrado con el DNI, pero estuve horas para descubrir que donde dice ‘certificado’ quiere decir DNI o que el sistema Clave no opera en Industria porque es de Hacienda y eso debe ser sospechoso. Hay mil manuales explicativos, con la particularidad que son ininteligibles, de decenas de páginas, y que abarcan toda la historia de la informática, desde Turing a hoy.

Después de comprarme un lector de DNI, de activarlo en la Policía, de cambiar de navegador y tras dos semanas descifrando aquella maraña, accedí a la aplicación. ¡Dos semanas! pese a que soy sólo moderadamente tonto. Ya en la página, tuve que certificar que el coche viejo estaba viejo, que se había dado de baja, que lo había reciclado, que había pagado hasta el último impuesto y multas, que tenía matrícula, que nunca tuvo más de un propietario, que no lo había robado; jurar que el coche nuevo sería para mí, que nunca se lo dejaría a nadie y que no mentía. El concesionario me tuvo que certificar que acudí en parte a financiación bancaria, con un desglose sellado. Al mes dedicando todas las tardes a la tarea, ya más por desafío personal que por rentabilidad, logré presentar toda la documentación.

Visto el vía crucis, comprendo que ni siquiera en la España empobrecida por la COVID se haya agotado el dinero disponible: había 250 millones y sólo se gastaron 45, la mayor parte tramitados por gestorías. Entre esa minoría por libre, yo. Un héroe.

Tras el logro, cero información. De septiembre de 2020 a mayo de 2021, Industria no habla, no escribe, no manda un e-mail. Nada. Llamar por teléfono es demencial: música y la grabación agradeciendo la llamada. Hasta que un día localicé en la centralita a un telefonista humano que se enrolló y me dijo que el Ministerio había dado los expedientes a Tragsa, que los tendría procesados en mayo. Yo sí sé que Tragsa es la empresa pública que los ministerios usan para colocar a los amigos del partido que gobierna y me suena remotamente que algunos también trabajan.
Finalmente, en mayo recibí un e-mail para subsanar deficiencias: yo había presentado un certificado bancario de la trasferencia del dinero del pago del coche, pero no tenía un certificado del concesionario diciendo que lo había recibido.
Resuelto el obstáculo, en junio me anuncian la concesión de la ayuda y el ingreso del dinero, por el cual deberé tributar a Hacienda porque esto no es una reducción del precio del coche, sino un ingreso, una renta, por la que se ha de pagar. He dicho ‘me anuncian’ el pago del dinero, lo cual no se puede constatar en mi cuenta corriente porque al Estado, por lo visto, hacer una trasferencia le ocupa semanas y semanas. Finalmente, una empresa con un nombre raro me ingresó el dinero que supongo es el del Ministerio. Ni siquiera son capaces de identificar el origen como Industria o como regalo de Reyes (Maroto).
Observen: el Estado, los fabricantes de coches, los concesionarios y los compradores queremos que la operación se lleve a buen puerto y ni siquiera así somos capaces de hacerlo en menos de un año. Hasta los beneficiarios se terminan por largar. Yo, emperrado en ganar esta batalla, conseguí ochocientos euros por los que deberé pagar doscientos en la renta, para lo cual invertí mil tardes, enloqueciendo al concesionario y al banco. Si cuento lo que gasté en ansiolíticos, perdí dinero. Pero me siento un triunfador.