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Quienes analizan comportamientos sociales reprochan con empeño que vamos por la calle con la cabeza baja, que se mira mucho al suelo y poco al cielo. También, que echamos la vista a la acera y no vemos los balcones de hierro forjado, los adornos en los edificios modernistas o la maraña de cables que destrozan las fachadas. Cortos de miras. Pero el suelo tiene sorpresas: una moneda brillante de dos céntimos que nadie se digna recoger, una indignante mascarilla sucia, un cupón de la Once o un gorrión caído del nido.

Es lo que me pasó anteayer, que por llevar la cabeza caída vi una tórtola joven debajo de una furgoneta. Y el dilema: si hacerme el distraído y dejar que muriera aplastada o intentar salvarla. Pudo el impulso animalista, a pesar de la sensación de ridículo al notar curiosos con gestos de estupefacción al ver cómo un tipo metido en años, a gatas sobre el asfalto, daba vueltas a la furgoneta con las manos extendidas por el asfalto intentado agarrar algo que los mirones no veían. Aunque parezca increíble, en la operación rescate me ayudó un paraguas que había en la puerta de una agencia de viajes. Poco a poco la fui desplazando y pude sujetarla porque en su vuelo corto y dislocado chocó contra un cristal. Un número. Le di unas gotas de agua que tragó con ganas. Debía de estar deshidratada por las calores de estos días y la falta de alguna fuente en un parque que antes tenía hasta una pequeña cascada de adorno con circuito cerrado. Allí la dejé, a su suerte.

Si ya hay albergues urbanos para insectos, la pregunta es dónde beben los pájaros urbanos.