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En esto que encendí la tele y ahí estaban los escapados, afrontando las primeras rampas de la ascensión a Tignes, y por un momento sentí que me invadía la nostalgia. Me quedan muy atrás ya los tiempos en que me tragaba todas las etapas del Tour de Francia y más de una incluso entera. Eso era cuando todavía me lo creía. Ahora no veo más que alguna que otra y como mucho a ratos. De hecho, no me di cuenta de que el ciclismo había cambiado tanto hasta que vi a no sé quién –apenas conozco ya a los ciclistas– aprovechar un falso llano antes del puerto para sacar del bolsillo trasero del maillot un gel, abrirlo de un mordisco, tomárselo, y luego, para mi sorpresa, guardarse de nuevo el envoltorio vacío en el bolsillo.

Me pregunto cuántas cosas más habrán cambiado en estos últimos años. Y mientras recuerdo a los ciclistas de antes haciendo escorzos sobre la bici para vaciar sus vejigas sobre la marcha o directamente poniendo pie en el arcén mientras el resto del pelotón renunciaba deportivamente a lanzar su ataque e incluso aminoraba la marcha para esperarles, no puedo evitar imaginarme al esloveno que lleva hoy el maillot amarillo, ese Pogacar , aguantándose las ganas, apretando los dientes y dándole a los pedales como un loco porque el director del equipo le ha dicho que dentro de diez kilómetros, nada más entrar en el próximo pueblo, hay un bar abierto. E imagino también a todo el pelotón parado luego a la puerta del bar esperando pacientemente a que salga para continuar la etapa, y a Enric Mas preguntando cómo es posible que un esloveno necesite más de diez minutos para mear.

–Es que el baño es solo para clientes y ha tenido que pedir un cortado.