Francina Armengol.

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Escribir sobre la gestión del coronavirus en Baleares es deprimente: se puede prever con precisión qué va a ocurrir, se niega contundentemente que vaya a ocurrir, ocurre tal como estaba anunciado y después se busca esconder lo que ha pasado debajo de la alfombra. Yo no culpo al Govern de lo que nos ocurre, pero al menos que nos digan con franqueza que son impotentes.

Estos días son especialmente tristes. Yo me pregunto ¿para qué escribir estas obviedades?

Después de meses aplicando medidas contundentes a los residentes en Baleares, con la buena intención de dejar las islas en condiciones de tener un verano turísticamente aceptable –pese a todo el rollo del cambio de modelo y la animadversión más o menos descubierta hacia el turismo–, tropezamos nuevamente con la misma piedra de hace dos meses, de hace cuatro, de hace medio año, un año, etcétera: la incapacidad para traspasar las normas del papel impreso a la realidad; la impotencia para gobernar. Después de haberle contado a todo el mundo que «somos un destino seguro», resulta que más de mil chavales se marchan de las Islas contagiados. Para ellos y sus familias, somos un destino seguro, pero de contagio seguro. Hacía mucho que no éramos noticia destacada en todo el país. Por si en Londres y Berlín no están leyendo los periódicos…

¿Qué nos ha ocurrido? Lo mismo que nos pasó el verano pasado cuando en la calle del Jamón los alemanes montaron un tremendo follón y las imágenes dieron la vuelta al mundo y su gobierno dejó de permitir las vacaciones en Mallorca. Lo mismo que nos pasa en Magaluf, donde llevamos décadas intentando poner orden, sin éxito alguno y que se repetirá desde la semana que viene. Lo mismo que nos pasa con los botellones, que los hemos prohibido de todas las maneras y, sin embargo, se celebran como si nada. Lo mismo que ocurrió en Ciutadella, donde se prohibieron las fiestas de Sant Joan pero siete mil personas acudieron y organizaron la misma jarana de todos los años, sólo que sin aglomeraciones.

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¿Dónde se pierde nuestra energía?

En el paso que va desde el Boletín Oficial a la calle. Sobre el papel, con más o menos acierto, con más o menos esfuerzos personales, somos eficaces. Pero a partir de ahí esto es un desastre. Aún me acuerdo del confinamiento de un barrio de Palma, al que estuve acudiendo cada día durante todo el tiempo que duró el aislamiento, sin que jamás viera un vigilante; o el cierre a cal y canto de la ciudad de Ibiza precisamente un fin de semana en que yo estuve de vacaciones, entrando y saliendo mil veces, sin siquiera enterarme de que aquello estuviera en cuarentena.

Yo sé que esto en el Govern sienta mal. Lo entiendo. Pero el problema no es de esta administración. Ni de la anterior. Es del sistema, que simplemente no funciona. Lo poco que va, es a precios imposibles, contratado fuera, acudiendo desesperadamente a proveedores que hacen su agosto. Porque nuestra estructura pública es inútil.

Los políticos tienen la culpa en saberlo y mantener la ficción de que no es así; en intentar aparentar que están al frente de la nave, cuando saben perfectamente que esto depende del viento: si los chavales de viajes de estudios no se hubieran infectado, habríamos dicho que nuestras medidas fueron efectivas y que se demuestra la calidad de nuestra gestión. Hubiéramos mantenido la ficción como si fuera una realidad. Desgraciadamente se ha visto la verdad, pero ahora culpamos a los hoteles, a las agencias de viajes, a las hormonas de los chicos, a la legislación nacional y a sus familias.

El ser humano topa dos veces con la misma piedra. Nosotros no vemos la piedra. Y nos estampamos cada día.