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El invierno es tiempo de alcachofas pero desde que comemos de invernadero la cocina es casi ajena a las estaciones. Y a la geografía: mangos o papayas todo el año. Los aguacates ya son un producto local y tengo amigos que en enero se regalan con un ‘tumbet’. Con todo, el verano insiste en su avalancha de sabores, perfumes y colores. Empezamos con las fresas, los nísperos, los albaricoques o las cerezas y ya están en marcha los melocotones, las ciruelas o los melones. Agosto es mes de higos y uvas, y todavía nos quedan las granadas en septiembre.

Pero nuestros jóvenes apenas comen fruta si no es en forma de zumo de supermercado. No parecen funcionar las campañas en los medios o en el cole, quizás porque la adolescencia fue asaltada por el mercado y prefiere seguir los reclamos del ‘shoping’, las disco o los macrobotellones. Fumar, f..... y beber como si el mundo se fuese a acabar, que es lo que venden los reportajes catastrofistas, o simplemente realistas, que pronostican un final inminente a nuestro planeta, estresado por tantas amenazas. Las frutas, cada vez más grandes y brillantes, relucen en los escaparates y en los aparadores de casa, por mucho que los expertos repiten que las frutas más sabrosas y nutritivas suelen ser pequeñas y maduras.

Pero las chicas y los chicos prefieren postres enriquecidos que les conectan psicológicamente con la madre patria que es el mercado. Ya están ahí los tomates lustrosos y los pimientos todavía más rojos para el ‘tumbet’, o las berenjenas que podemos rellenar o derivar en ‘musaka’, pero los dioses decidieron el Mediterráneo en dieta para mayores o en postal para turistas.