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Se dice que el cerebro tiende a completar las partes del rostro que no ve de manera armónica, por eso parece que tendemos a imaginarnos a la gente con mascarilla más guapa de lo que en realidad es. Y por eso también, el fin de las mascarillas en espacios abiertos, ha dejado a la vista si no la fealdad, al menos las imperfecciones o lo irregular de muchas caras de las que durante meses no hemos visto más que los ojos y la frente.

Lo mismo ocurre con algunos derechos fundamentales. Una vez que, apelando a nuestro miedo a la COVID-19, los han ido poniendo en suspenso durante más de un año, parece como si nos hubiésemos olvidado de que existen.

Y por supuesto, como aquellos a los que ha favorecido andar por la calle cubriéndose la mitad del rostro, tanto al Gobierno central, como al autonómico, le ha convenido enormemente que nos olvidásemos de cuál era nuestro mejor perfil. Es decir, el de ciudadanos, sujetos a derechos y deberes que no pueden ser arrebatados ni modificados sin seguir los cauces legales correspondientes y sin una justificación –real, no arbitraria ni emotiva ni movida por el pánico– que lo sustente.

Los ejemplos han sido demasiados en los últimos tiempos, pero hoy me fijo en el caso de los jóvenes en viaje de estudios a Mallorca, trasladados en plena noche desde sus hoteles a un hotel COVID, retenidos contra su voluntad y aislados, sin soporte jurídico que lo justificase en aquel momento y obviando que en el caso de los menores, no podía realizarse ese traslado –en ningún caso– sin autorización paterna. En realidad sin otra explicación real que la alarma causada por los brotes generados en la Península a raíz de otros viajes de estudios anteriores.

Hablamos de jóvenes, como decía, la mitad de ellos menores edad, que llegaron a Mallorca con su PCR negativa realizada 48 horas antes en su ciudad de origen, precisamente tal como marca una normativa que, hasta el día de ayer, inexplicablemente no aplicaba para los turistas británicos.

Es cierto que dependemos del turismo prácticamente en exclusiva. También que no podemos soportar una no temporada turística como la del año pasado y que las posibilidades de que eso ocurra o no, puede depender del aleteo de una mariposa.

Entiendo el susto de nuestras autoridades cuando nos hemos convertido en noticia por esos brotes repartidos por toda España con origen en nuestras Islas por la inconcebible permisividad de nuestras autoridades. Comprendo que la posibilidad de que eso afecte a nuestra imagen y nos convierta en apestados a los ojos de los países emisores de turistas, implique tomar medidas urgentes. Pero no de nuevo a cualquier precio.

No, como durante toda la pandemia, tomando medidas arbitrarias, contradictorias, sin más explicación que el ‘hágase’, precipitadas, confusas, improvisadas, inútiles y a la postre, económica, social y sanitariamente perjudiciales.

La madre de un menor aislado por el Govern en el hotel COVID de Palma ha interpuesto una denuncia penal en el juzgado contra la directora general de Salud Pública, Maria Antònia Font , por prevaricación y detención ilegal.

No sé si la denuncia prosperará pero desde luego no será la última. En cualquier caso, en lo que al resto de España se refiere, nuestra imagen a día de hoy es la de un destino poco seguro, en lo sanitario y en lo que a seguridad jurídica se refiere. Justo lo que nos faltaba.