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Con el final del toque de queda se acabó la tranquilidad en barrios como Santa Catalina, en el que hace tiempo la calle se convirtió en una extensa terraza de bar y dejó de ser un espacio público para funcionar como espacio privatizado, al servicio del negocio de la restauración y el ocio masivo, incompatible con el descanso y la convivencia en un barrio residencial.

Así es como lo están sufriendo los vecinos, que denuncian el incremento desmesurado de la actividad tras las restricciones de la pandemia. En el primer fin de semana sin toque de queda, el escándalo ha sido mayúsculo, hasta el punto de que los restauradores reconocen que no pueden controlar la situación, mientras el Ayuntamiento se limita a pedir responsabilidad a los consumidores de ocio y, finalmente, todo acaba con la intervención de la policía cuando el problema ya ha estallado. ¿De verdad estamos ante un problema policial? ¿No se trata más bien de un problema de exceso de oferta de bares y restaurantes concentrada en algunos barrios, de las facilidades para ocupar la calle y para abrir nuevos locales con una simple declaración responsable, además de la falta de inspecciones administrativas?

Hay asociaciones vecinales que se muestran dispuestas a luchar por la defensa de la vida en los barrios afectados y conquistar, unidos y organizados, soluciones políticas que, como mínimo, garanticen el cumplimiento de la normativa que reconoce los derechos vecinales y no se queden en una simple declaración de intenciones.