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Las cumbres internacionales, tanto sean de las grandes potencias como de las pequeñas impotencias, son siempre inútiles: apenas sirven para presentar a los periodistas cuatro ocurrencias absurdas, que caducan una vez que se han hecho públicas, y charlar sobre los titulares de ayer con aire de sesuda reflexión. Excepto la reunión del G7 de este fin de semana en Cornualles, Gran Bretaña.

Por una vez, los países más poderosos van a abordar un tema muy serio que esencialmente podemos resumir como la diferencia de trato fiscal que tienen los pobres y los ricos. O, quizás más precisamente, los analógicos y los digitales. Hasta ahora, para las mismas actividades, en los mismos mercados, las empresas tradicionales pagan como mínimo el doble de impuestos que las tecnológicas. Todo perfectamente legal, bendecido por estas mismas autoridades a las que parece que se les ha agotado la paciencia.

En 2018, entre Amazon, Facebook, Apple y Google pagaron a la Hacienda española apenas 22 millones de euros en impuestos, cuando se han llevado más de la mitad de toda la publicidad del país y la cuota de mercado de Amazon simplemente carece de precedentes en el mundo comercial. Los ‘tejesmanejes’ con las facturas les permiten de forma absolutamente legal trasferir los beneficios de estas operaciones a jurisdicciones en las que los impuestos son más bajos.

Por mucho que encaje en el estereotipo, esto no beneficia tampoco a Estados Unidos, que también observa cómo estas empresas trasfieren sus beneficios a paraísos fiscales situados en pequeñas islas-estado del Caribe. Los analistas hablan de que estas empresas tienen al menos tres billones de dólares fuera del alcance de los gobiernos, disponibles para lubricar su influencia sobre los legisladores de todo el mundo, empezando por Washington.

Que usted o yo prefiramos Starbucks al bar de siempre; Amazon a El Corte Inglés o Booking en lugar de la agencia de viajes de la esquina no sólo es un ejercicio de libertad sino que es una patada en el culo de Hacienda. Si es verdad que ‘Hacienda somos todos’, al final las víctimas somos nosotros mismos.

Así que este fin de semana se ponen las bases para acabar con esta tremenda injusticia. Aunque el asunto merecería más alcance. Porque en realidad, debería haberse planteado una revisión de la legislación ante la globalización que propician las nuevas tecnologías. La legislación internacional en materia de movilidad de capitales, de empresas, de mercancías y de personas se ha ido armando a lo largo de los últimos doscientos o trescientos años a partir de supuestos analógicos, tradicionales.

Abordando los desafíos a medida que se planteaban, quiero pensar que de forma involuntariamente inconexa, se ha creado un marco que permite una absoluta movilidad del capital pero, en cambio, ni homogeneiza la fiscalidad, ni crea mecanismos informativos trasparentes, ni impulsa un suelo fiscal mínimo. La aparición de Internet ha convertido en insoportables las injusticias que ya eran puntualmente posibles desde hace décadas.

Incontables países, incluso en Europa, han optado por bajar su fiscalidad para captar estas empresas. Para ellos, es mucho mejor cobrar un impuesto muy bajo a un número elevado de empresas provenientes de otras latitudes, que no limitarse a gravar sólo el negocio que realmente tiene lugar dentro de sus fronteras, habitualmente muy pequeño. Es el caso de Luxemburgo, Holanda, algunos países del Este de Europa y de Irlanda, el paradigma de estas prácticas. Casi todas las grandes empresas tienen su base europea en Irlanda, donde tributan por todo el negocio que hacen en el continente a un tipo del 12,5 por ciento, exactamente la mitad de lo que pagarían en España, por poner un ejemplo.

Observen la tremenda y absurda paradoja europea: todos los países europeos financiaron la quiebra del sistema financiero irlandés en el año 2008 pero no fueron capaces de exigirle a este país que homologara su fiscalidad a la media del continente, para evitar esta deslealtad fiscal.

Yo soy partidario de la competencia fiscal. Pero para captar empresas que desarrollen actividades económicas dentro de un país, no para ir en detrimento de la fiscalidad teórica de los demás.

De todos modos, yo no me haría ilusiones: prácticamente no hay país que, de una manera u otra, no juegue con los impuestos, de manera que habrá que ver los detalles de lo que finalmente se acuerde este fin de semana y, sobre todo, de su traslación a las legislaciones nacionales, que necesariamente será voluntaria.

Nos jugamos el tejido empresarial productivo tradicional. Casi nada.