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Mi madre me da su tarjeta de débito para que le saque dinero del cajero. Voy, regreso y le devuelvo la tarjeta. Al día siguiente va a comprar al supermercado, mete la tarjeta, marca el pin y es rechazada. Repite la operación con idéntico resultado. Me lo dice preocupada.

Saco mi tarjeta y me doy cuenta que le devolví la mía y me quedé con la suya. No recuerda exactamente cuántas veces la pasó por el datáfono. Horas después, voy a comprar pienso para mis gatos. La tarjeta es denegada. Pago en efectivo y me introduzco en Bankia online. Craso error. Meto los dedos donde no debo y al día siguiente en la oficina de Bankia me dicen que lo que realmente hice fue anular la tarjeta y que ya venía otra de camino, que tardará una semana y media en llegar por correo postal. ¿Y mientras tanto? Me explica, aunque con las mascarillas uno se entera de poco, que me puedo hacer otra tarjeta de débito, aunque deberé anularla en cuanto llegue la otra porque tendré dos y dentro de poco tiempo, al haberse unido a La Caixa o algo así, las tarjetas se pagarán.

Si no quiero hacerme otra, siempre puedo usar el móvil, lo que es hablarme en chino. Puede que sea por el confinamiento, pero observo que mi comunicación con los demás se asemeja a observar peces de colores en una pecera. No sé si estoy respondiendo, asintiendo o no estoy haciendo nada en absoluto. La señorita me da puerta y yo ahí como un pasmarote evaluando todas las posibilidades; es decir, fingiendo que soy un tipo de recursos. Finalmente, le pedí una tarjeta nueva. La señorita refunfuñó entre dientes, perceptibles a todas luces, pero ininteligibles desde mi posición y me la hizo diciéndome que debería firmar el contrato de la tarjeta en Bankia online . Un contrato que nunca llega.