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No recuerdo ninguna manifestación destacada por el asesinato, violación o suicidio motivado de un niño. Ni en España, ni a nivel mundial. No recuerdo ninguna campaña viral de apoyo del tipo MeToo o George Floyd . Los niños muertos o maltratados pasan a ser una cifra anónima. Bajo la premisa de su protección, los casos quedan diluidos ante la opinión pública y la responsabilidad por indiferencia, silencio, ocultación o negligencia se entierra bajo la complicidad que anula dos delitos.

Sólo recuerdo un nombre infantil que sobrepasó la limitante cobertura de un par de titulares: Aylan Kurdi , que simbolizó el drama de los refugiados y que removió conciencias durante tres cafés. Porque después de seis años no ha cambiado nada. Los menores son armas de gobiernos que los empujan al mar sin salvavidas y los enfrentan a vallas fronterizas, pobres convencidos de que aún hay vida en sus sueños aunque el miedo muerda, parafraseando al genial Benedetti . Casos en los que importa el pulso diplomático de juegos de tronos y no los sujetos.

La ola de solidaridad y denuncia vociferada es fundamental para avanzar en injusticias y sanar vergüenzas humanas, y por eso debe alcanzar al colectivo más desprotegido y ocultado. España, con el único voto en contra de Vox y más de 500.000 firmas ciudadanas, aprueba por fin una ley que refuerza la protección de la infancia y la adolescencia. Muy necesaria, porque, según datos de 2019, más de 40.000 menores fueron víctimas de delitos, casi la mitad de violencia sexual. Cifras escalofriantes porque oficialmente se reconoce que entre el 85 y 95 % de los casos no se denuncian.

El punto más importante es la modificación del plazo de prescripción de los delitos sexuales, que ahora empezará a contar desde que la víctima cumpla 35 años, en lugar de 18, así que los miserables 15 años de prescripción para los delitos graves permitirán encausar al verdugo hasta los 50 años del perjudicado y no los 32. Un avance para castigar los abominables abusos por los que familiares, religiosos y poderosos han quedado impunes, probablemente sin ni siquiera la losa del remordimiento, desconocida para los cobardes. Aun así, no se comprende la elusión de responsabilidad penal bajo el paraguas de una prescripción que exime de pena por burlar el tiempo.

La violencia contra niños debería perseguirse de por vida. Y la Iglesia debería cooperar para condenar a los pederastas que sometieron a menores a repugnante esclavitud. Hace un mes admitió 220 casos en los últimos 20 años en España, según las denuncias llegadas al Vaticano, pero la Conferencia Episcopal ha renunciado a abrir una investigación que ya señala al menos a 364 clérigos y 872 víctimas. En Francia o Alemania se ha hecho, desvelando 10.000 y 3.677 abusados. Niños que debieron ser felices y cuyos verdugos jamás deberían hallar perdón ni paz.