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Se llama Salvatore Garau, es un artista, italiano para más señas, y acaba de venderle por 15.000 euros una estatua invisible a un idiota. La estatua se llama Io Sono (Yo soy) y según las instrucciones del propio autor, el idiota deberá ubicarla en una habitación de al menos metro y medio por metro y medio para, se entiende, asegurarse de que no se vea bien,

Más de uno se lo estará preguntando: ¿por qué esto no se me habrá ocurrido a mí antes? No es mi caso, evidentemente. A mí ya se me ocurrió hace tiempo y menudo rendimiento le vengo sacando desde entonces. Es verdad que todavía no he tenido lo que hay que tener para, los días en que como a Garau no se me ocurre nada, enviar aquí al periódico una columna invisible para que salga el siguiente miércoles, pero cuando llevo media de las visibles, me falta la otra media y me doy cuenta de que ya lo he dicho todo, reparto unos cuantos puntos y aparte por el texto y de la nada saco cuatro o cinco líneas más completamente invisibles que me dejan una columna redonda (esta de hoy, sin ir más lejos, y eso que ahora mismo voy solo a por el segundo).

En el fondo todo se trata de saber cuándo dejar de insistir. De la misma manera que a menudo callamos porque sabemos que el silencio es la mejor explicación que podemos dar, también Stendhal convirtió en capítulos enteros de La Cartuja de Parma simples puntos y aparte y aun así le salió una novela de seiscientas páginas.