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Aunque mi modo de vida tenga muy poco que ver con el de John Dos Passos (cuyo padre tenía yate propio en el río Potomac) y menos todavía con el de Scott Fitzgerald (con juventud brillante de hijo rico con «automóvil deportivo de color rojo con chófer» (según comenta Dos Passos en Años inolvidables ), creo que vale la pena considerar algunas de sus opiniones.

A través de El gran Gatsby (1925) de Fitzgerald presenciamos como el aparente mundo deslumbrante de la riqueza material no lleva a la plena satisfacción. Los personajes de la novela arrastran sus vidas dentro de un vacío vital nada fascinante y que no se llena precisamente con excesos, whisky o fiestas incesantes. La vida colmada sin ningún objetivo cae dentro de la frustración y la depresión que no es aliviada con fines políticos ni mensajes que lleguen desde todos los rincones. «Demasiadas voces, demasiada crítica desperdigada, ilógica, precipitada» es lo que tenemos, exclama un personaje de A este lado del paraíso de Fitzgerald. Amory , protagonista de esta novela, en cierto modo autobiográfica, concibe la vida «como un maldito lío, un partido de fútbol en el que todos los jugadores están en off-side , el árbitro se desentiende del juego y todos protestan».

¿Dónde podía vislumbrar la luz de la esperanza Fitzgerald? ¿Tal vez en lo que en los años veinte del pasado siglo era «el experimento ruso», con violencia extrema y con promesas de futuro? Aunque Amory (o Scott Fitzgerald) afirme que «la amenaza de la bandera roja es lo único que inspira reformas», sin embargo, el entusiasmo revolucionario del joven rico es más que relativo. Al fin y al cabo, Fitzgerald pertenece a «la nueva generación lanzando los viejos gritos, aprendiendo los viejos credos (…), una generación destinada más que la última al miedo, a la pobreza y a la adoración del éxito, crecida sobre un montón de dioses muertos, guerras terminadas, creencias pulverizadas…».

Leyendo a Scott Fitzgerald o a John Dos Passos (de cuyas opiniones hablaremos en el próximo artículo) nos damos cuenta del nihilismo de una existencia que ha dejado a Dios completamente de lado y anda ciega tanteando por los caminos de la vida, caminos que se improvisan a cada instante y que ni siquiera tienen la configuración ni la categoría de reales y auténticos caminos.

Ni con dinero ni sin él, el hombre puede hallar la calma ideal de la serenidad y el reposo del espíritu. Tampoco puede satisfacer sus ansias de felicidad el amor romántico, este amor que experimenta Gatsby y que le resulta como una herida permanente y nunca cicatrizada.

Ante este panorama de frustración y amargura, no está de más insistir en que este mundo nuestro de cada día no es el paraíso ideal. Este paraíso perfecto solo puede darse en unas dimensiones más allá de las que marcan nuestro mundo. Me refiero al paraíso de la plenitud, de cuya belleza y amor incondicional podemos captar solo atisbos en aquello que es bondad (y no odio) aquí o en el sitio donde habitamos temporalmente.