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¿Por qué nuestros políticos no pueden conseguir que Baleares prospere? ¿Por qué no tenemos viviendas suficientes y a precios correctos? ¿Por qué hemos pasado de ser líderes en renta a estar a mitad de la tabla entre las regiones españolas? ¿Por qué el arroz está caro? ¿Por qué las pensiones son bajas? ¿Por qué cerró Sa Nostra o cae el precio de la almendra? ¿Por qué llueve, por qué hoy es sábado o por qué la sobrasada engorda?

La insularidad es la respuesta universal, la que nos sirve para todo y lo explica todo. Como es verdad que somos islas, todo queda claro, aunque nadie se haya molestado jamás en demostrar la vinculación entre una cosa y las otras. La insularidad es como la alarma de un ascensor o el cristal que hay que romper en caso de incendio: es omnipresente en nuestro debate público. No hay un político en Baleares que, acorralado, no sepa que siempre puede acudir a la insularidad como último recurso para explicar lo inexplicable.

En cada pleno o en cada comisión del Parlament, en cada sesión de un ayuntamiento, en el debate más casero, la insularidad es arrojada por los unos a la cara de los otros. Y al revés. El primero que se coge a ella siente que ha asido el salvavidas. Baleares es lo que es, será lo que sea, pese a la insularidad que nos frena, que nos limita, que nos hace sufrir.

Yo, a contracorriente, sostengo que todo esto es mentira. Que es un recurso retórico. Que la insularidad, que sí existe, es un obstáculo de la misma importancia que una cadena montañosa en la Península. En la práctica, carece de relevancia. Nos afecta en algunas cosas, pero nos beneficia en el turismo, por ejemplo. En cualquier caso, es un mito, que queda bien pero que no nos preocupa. Y estos días, precisamente, podemos comprobar qué poco importa la insularidad.

Porque, si la insularidad fuera importante, que Italia se haga cargo de una de las dos únicas navieras que nos comunican con el resto del mundo debería ser un tema acuciante. Todos nuestros políticos deberían haberse preocupado del asunto antes, durante y después de que Trasmediterránea se vendiera a una familia, los Grimaldi , que tienen la sede en Palermo, Sicilia. Pero nada, en Baleares nadie ha dicho una palabra. Las cosas son un poco más serias aún porque ha anunciado su desembarco en Baleares otra naviera, la tercera, también propiedad italiana. O sea que toda comunicación de Baleares con la Península quedaría en manos de tres navieras, la de Matutes , de Ibiza, propietaria de Balearia (con otros socios); la de los Grimaldi que se han hecho con Trasmediterránea, y la de MSC, otro grupo italiano.

¿Nos damos cuenta de que una conexión vital, estratégica, decisiva para las Baleares, de la que nos han venido diciendo que depende nuestra supervivencia, va a estar en manos de unos empresarios italianos, en principio nada sensibles a nuestras urgencias? Pues sí. Esta es la realidad, sin que haya habido un sólo alto cargo del Govern que se haya dirigido a Marina Mercante para confirmar estos extremos, que se haya puesto en contacto con los compradores o con los vendedores de la Trasmediterránea, sin que ningún partido político haya hecho una humilde pregunta parlamentaria o sin que se haya producido una rueda de prensa para simular un interés que no existe.

¿Puede ser más evidente que la insularidad no nos importa?

Ya ocurrió en el pasado. En los años noventa, cuando en Baleares había cinco navieras sirviendo las líneas con la Península, todas se integraron en una asociación, Bal-Con, que pactaba los precios para evitar que la competencia los hiciera bajar. Nunca un político balear abrió la boca ante lo que a cualquiera le parecería un abuso y hubo de ser la Comisión de la Competencia la que disolviera Bal-Con por ilegal. Mucho más tarde, en 2012, Competencia investigó el posible amaño en las tarifas entre las navieras y procedió a sancionar con 50 millones de euros a las compañías, sin que ni un político de Baleares abriera la boca. ¿Pero no era que la insularidad es vital?

Más recientemente, Europa nos exigió la disolución de la Organización de Trabajadores Portuarios, una especie de sindicato nacido en el franquismo, que controla toda la estiba portuaria y que aplica tarifas inadmisiblemente altas por servicios pésimos, dado su monopolio. El Gobierno, pese a la amenaza de sanción de Bruselas, que buscaba la competencia, hizo un amaño para salvar este eslabón que nos perjudica, sin que nadie en Baleares abriera la boca.

Todo perfectamente lógico: la insularidad no es grave y no importa, salvo como camuflaje retórico ante la incompetencia de nuestra clase política.