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Expectante ante el desenlace del misterio que tiene desorientado a medio planeta como es la aparición en lugares, entre otros, tan destacados como Ayllón (Segovia) o Tribaldos (Cuenca) de esos monolitos metálicos de origen desconocido, de la conmoción, en uno u otro sentido, que puede seguirse al fin del estado de alarma –¿acaso el fin del fin, ah?– o del alcance de la presumible victoria electoral de Díaz Ayuso en el rompeolas sin mar de todas las Españas, léase Madrid, me da por mirar hacia Burgos, tierra patria donde las haya, en donde un dilema sacude a las gentes. Resulta que desde el cabildo de la catedral de Burgos se ha decidido cambiar las tres puertas actuales de su fachada a fin de sustituirlas por unas de bronce debidas a Antonio López.

Las puertas en sí no son excesivamente caritas –1,2 millones de euros– pero sucede que lo de cambiarlas por las antiguas le ha sentado fatal a los responsables de la Unesco, que ha anunciado su intención de retirar en su próximo comité de patrimonio la catalogación de la catedral de Burgos como patrimonio de la humanidad. Las tres puertas de madera, ubicadas en la fachada de Santa María, están ahí desde 1790 y, hombre, lo que uno no acaba de entender es que ahora los del cabildo anden pregonando el «escaso valor artístico de los portones». Caramba, para valer tan poco, han aguantado más de dos siglos. La excusa que esgrimen los del cabildo para estar en desacuerdo con la Unesco se basa en la mayor atracción turística que ejercerán la puertas de Antonio López. Será, pero también puede ser que todo esto suene a cabildada y que anden los interesados cabildeando –no me he podido resistir al empleo de tan estupendos y correctos términos– por turbios motivos. ¿Ah?