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Acabo de leer la biografía de Alexander Hamilton , un huérfano miserable nacido en una isla caribeña que, como resultado de su portentosa capacidad de trabajo, terminó siendo mano derecha de George Washington y primer secretario del Tesoro de Estados Unidos. A él se debe la estructura económica de ese país. Toda su vida es apasionante, tanto en lo militar como en lo económico pero nunca fue presidente, pese a que fue el político más brillante de su época. Sin embargo, no quería hablar de él por su vida sino por su muerte, en un duelo con un rival político, apenas dos años después de que también su hijo, de veinte años, perdiera la vida en otro duelo.

Los duelos eran mecanismos socialmente aceptados para restañar el honor mancillado por otra persona. Más que aceptados yo diría obligados, porque eran inevitables. Si alguien te faltaba, había que desafiarlo. Los duelos tenían un ceremonial complejo, que en algún caso llegó a estar minuciosamente regulado por ley. No entiendo cómo se producía la reparación del daño porque la habilidad con el sable o las pistolas no guarda relación con la honorabilidad. La ley tampoco lo aclaraba. No sabría decir si Hamilton salvó su honor pero, en todo caso, no pudo disfrutarlo.

Pese a la relación borrosa entre balas y honor, los duelos eran asunto harto frecuente en Occidente hasta principios del siglo pasado. Afortunadamente pocas familias como los Hamilton perdieron a padre e hijo por este motivo, pero hubo decenas de miles de duelos por culpa del honor. En Francia, sólo en un año, llegó a haber tres mil duelos, lo cual no nos aclara si es que los galos eran más susceptibles o más faltones. Se trataba de una práctica normal, instalada, cuya popularidad desbordaba incluso a las autoridades. De hecho, su prohibición legal casi siempre sólo conseguía pasar su práctica a la clandestinidad.

Es muy curioso comprobar cómo unos cuantos tiros eran la solución final para muchas disputas ideológicas que casi siempre implicaban a periodistas y políticos. O a editores y directores de medios, porque se solía buscar al autor intelectual de la ofensa. Casi no hay constancia de duelos entre mujeres –salvo unos pocos, en Francia–, aunque obviamente eso no deberíamos entenderlo como que ellas no tenían honor. Tampoco se sabe si podría haber un duelo entre personas de sexo diferente, lo cual tiene sus implicaciones culturales turbadoras.

El último país en el que se han llevado a cabo duelos es Uruguay, donde la ley que regulaba su práctica fue derogada ayer mismo, en 1992. Aún recuerdo en mi juventud los ‘circos’ en torno a la televisación de los duelos, convertidos en un espectáculo digno de Telecinco. El más impactante de todos los duelos de Uruguay tuvo lugar en 1920 cuando el que fuera dos veces presidente de la República, José Batlle y Ordóñez , mató al periodista Washington Beltrán , de treinta años, por discrepancias sobre una crónica publicada en un periódico. Curiosamente, este Batlle es quien había abolido la pena de muerte. Todos los políticos uruguayos de renombre han protagonizado uno o más duelos. Desde el fundador del Frente Amplio, el izquierdista Líber Seregni , al brillante Julio María Sanguinetti , todos han defendido su honor a tiros. En Chile, Salvador Allende fue protagonista del último duelo celebrado en el país. Y en España, los duelos, ferozmente ridiculizados por la pluma de Mariano José de Larra , desaparecen en la primera década del siglo pasado, siempre con los periodistas en medio de las balas. El último combate fue entre un militar y un periodista de Córdoba.

A mí lo que realmente me sorprende es cómo el mundo convivió con esta práctica brutal para la que no encuentro explicación alguna, como si fuera un acto normal, provechoso. Incluso necesario. Es llamativo que seamos capaces de construir, defender y perpetuar conductas que hoy, creo que con razón, nos resultan inexplicables. Había una cuestión clave: no responder era cobarde y eso era un estigma insuperable.

Un senador comunista uruguayo, Eduardo Lorier , que había sido acusado de ‘travesti’ político en 2010, declaró a la prensa que «quizás algún día se pueda recuperar la Ley de Duelos, para zanjar este tipo de cosas como se debe». Bonito ese «como se debe». Porque el honor no se puede proteger de cualquier forma sino «como se debe».

Pensando en la presente campaña electoral de Madrid, agria como nunca, agradezco que no pueda haber duelos porque me temo que el resultado no sólo deberíamos medirlo en las urnas sino también en los cementerios. Gracias a Dios, hoy las balas sólo viajan por correo postal.