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Reconozco como una de mis múltiples limitaciones el escaso interés que siento por el espacio exterior, tan frío, oscuro y amenazador. Qué le voy a hacer, soy terrícola a machamartillo. Y lo peor del caso es que a medida que vamos conociendo cosas de lo que ocurre por ahí arriba, menos me gusta el panorama. Resulta que ahora a un grupo de científicos de Harvard les ha dado por estudiar el tamaño y otros aspectos de las gotas de lluvia en la Tierra y más allá, digo yo, más arriba en lenguaje plano y para entendernos. Y lo cierto es que las conclusiones primeras de dicho estudio no han hecho sino ahondar en la desconfianza que me inspira todo lo que sucede por ahí fuera y en reafirmarme en lo confortable de nuestro planeta, por miserable que sea muchas veces la vida en él. Verán. Al parecer, en Venus llueve ácido sulfúrico; en Júpiter graniza amoníaco; en Titán, una de las lunas de Saturno, cae metano; y en un exoplaneta, el WASP-76b, en lugar de agua llueve hierro, dándose en la cara siempre expuesta a la radiación estelar una temperatura de 2. 726 grados. Ya digo, las cosas están cómo para irse a dar una vuelta por esos andurriales. En sintonía práctica con mi argumentar, tampoco experimento una gran curiosidad y aprecio por las supuestas proezas que las gentes de la Tierra llevamos a cabo fuera de ella. Miren, siento una admiración infinitamente mayor por el hecho de que un ser humano salte más de ocho metros en longitud, que por el «vuelo» de un dron en Marte por espacio de un medio minuto. Ya no hablemos cuando de arte, o auténtico progreso intelectual del que los terrícolas seamos responsables hablemos. Mientras, me quedo con el apartado del estudio que cifra en 11, 8 milímetros el diámetro promedio de una gota de lluvia en la Tierra. Cuando menos no es un dato inquietante.