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Ciertamente, «puede que solo en circunstancias excepcionales seamos conscientes de nuestra edad y de que la mayor parte del tiempo carecemos de edad». (Milan Kundera). He reafirmado el sentido de esta cita porque en los tiempos que vivimos, el virus chino lo condiciona todo; especialmente en los actuales momentos, en que continuamente se comunica que colectivos entre una y otra edad podrán vacunarse, como las ovejas, por cierto. Pues las personas deben prestar el consentimiento informado. ¿El qué? Sí, eso… No cualquier consentimiento o mera aceptación tácita como ocurre en realidad, pese las normas del sistema. Pues no se pretenderá que la campaña de propaganda política y sumisión acrítica a diferentes etiquetas en torno a la vacuna sea la información que la autonomía del paciente requiere para autorizar responsablemente la vacunación. Ciertamente si no hubiera sido por este continuo clasificar por grupos de edad, nos hubiéramos mantenido, por lo menos algunos, entre los que me encuentro, en la ignorancia buscada sobre la noción de la edad. El Willful blindness del viejismo o edadismo, que resulta más eufónico y, por tanto, políticamente más correcto. Porque, la edad en sí, como medida del tiempo vivido, consumido o gastado ya, solo importa para especular sobre expectativas de vivir, sin contar con la posibilidad de morir accidentalmente. Lo que resulta, pues, una especulación inútil. Y ¿para qué realizar especulaciones inútiles cuando solo estamos pendientes de la utilidad? ¿Cómo realizar una especulación sobre la edad si ni siquiera se puede definir el tiempo? Porque: «¿Qué es el tiempo? ¿Me lo quieres decir? (…) ¿A través de qué órgano percibimos el tiempo? ¿Me lo puedes decir?» (Thomas Mann). Por ello lo deseable, o por lo menos lo que deseo y observo desear a mi alrededor, es que pase el virus y podamos volver a la normalidad de siempre. Volver a perder la noción de la edad, que a lo peor se nos ha anquilosado un poco con tanto estar pendientes del dato; y regresar, no a la nueva normalidad del diseño social del Gobierno, sino a la normalidad de siempre. Porque «la vida es un viaje abrumadoramente corto». (Henning Mankel) Que no se puede repetir. Por eso: Carpe diem.