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Preguntaron en cierta ocasión al amigo Fernando Villalobos cómo se definía políticamente, a lo que recuerdo que contestó con un expresivo ‘como un republicano juancarlista’. Eran otros tiempos, y la institución monárquica, legitimada –además de constitucionalmente– por la fuerza de los hechos, y completamente ajena a los posteriores escándalos patrimoniales de Juan Carlos de Borbón, resultaba indiscutida incluso por la mayor parte de los republicanos.

España no cuenta con una tradición monárquica moderna, laminada desde 1931. Si acaso, el apego a la Corona ha ido, desde la Transición, de la mano del que cada uno ha sentido hacia su titular. Parafraseando a Villalobos, hoy hay mucho partidario del posibilismo felipista, pero pocos entusiastas de la monarquía. Curiosamente, tampoco ha cuajado un republicanismo transversal, en gran parte por la descarada patrimonialización excluyente que la izquierda hace de este sentimiento.

Ayer se cumplieron 90 años de la proclamación de la II República española. Pese a la dulcificación histórica de todo aquello que interesa a los hoy gobernantes, el régimen republicano aunó un inicial intento de transformación social, singularizado en reformas muy necesarias, con un postrero secuestro del Estado por parte de violentas fuerzas revolucionarias, lo que supuso el acicate definitivo para determinados sectores sociales, políticos y militares y desembocó en nuestra desgraciada Guerra Civil.

Pero, al contrario de lo que hoy se vende como premisa, la República no nació tampoco de la decisión expresa de una mayoría democrática mediante referéndum, sino de un golpe incruento frente al que no se opusieron los monárquicos, abandonados por Alfonso XIII, que fue incapaz de liderar la defensa del régimen, lastrado como estaba por la ignominia de la dictadura de Primo de Rivera.

Sin embargo, las elecciones municipales del 12 de abril de 1931 fueron ganadas por la Coalición Monárquica, con muchos más concejales que las restantes fuerzas, incluida la Conjunción Republicano Socialista. No obstante, los republicanos vencieron en la mayor parte de las capitales de provincia –no, por ejemplo, en Palma– lo que, unido a la dimisión del Almirante Aznar , la pasividad expectante del Ejército y a la huida del rey al extranjero, animó a los republicanos a interpretar los comicios municipales como una especie de plebiscito, por más que, en cómputo de votos, realmente lo hubieran perdido.

uSalvo por la forma de la Jefatura del Estado, la España nacida del pacto que supuso la Transición y la aprobación de la Constitución, está mucho más cercana de las aspiraciones democráticas iniciales de aquella II República que de cualquier otro régimen habido en nuestro país. Con sus muchos defectos, vivimos en uno de los estados más libres del mundo, aunque les pese a los neocomunistas de Podemos, tan dados a fantasear con una república al estilo bolivariano.

Y ese es precisamente el principal obstáculo para que el sentimiento republicano se extienda en España con independencia de las ideologías. La sola idea de una república presidida por alguien como Iglesias –incluso por Zapatero , Aznar o el propio Sánchez – ahuyenta cualquier legítima convicción republicana de quien tenga dos dedos de sentido común.