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Ha pasado un año desde que la anormalidad establecida en nombre de la pandemia nos sorprendió con unos autoritarismos que persiguiendo la seguridad de los ciudadanos podían acabar con los derechos y libertades. El dilema nunca debió plantearse hasta el extremo actual y aún menos de formas tan burdas. Algunos advertimos desde el principio que enfocar la cuestión solo desde la perspectiva sanitaria supondría una limitación del problema en sí, ya que la pandemia se prestaba a ser utilizada como excusa para el recorte de libertades, las más de las veces sin motivo. Así ha venido sucediendo. Es sabido que desde los gobiernos existe la tentación natural de acaparar poder y, obviamente, el clima de miedo e inseguridad garantizado por el coronavirus es muy adecuado para caer en ella. Otra vez, así ha sucedido. Y ese temor ha beneficiado a unas autoridades a las que tranquiliza sobremanera ver al ciudadano quietecito en su casa sin mucho ánimo para protestar. Y, de nuevo, así ha sucedido. Por ese camino, llegan las patadas en la puerta, las multas absurdas, las restricciones descabelladas y todo ello redundando más en una catástrofe en lo económico que en un éxito en lo sanitario. Y conste que no se defiende aquí una postura negacionista. La existencia del virus y su propagación son innegables, como conveniente parece la necesidad de vacunarse. Otra cosa es la explotación que desde las autoridades se ha llevado a cabo de la situación. Hemos llegado a un punto en el que más que ciudadanos somos súbditos (de subdére , sujetar, poner debajo). La pandemia nos ha hecho sentirnos súbditos. Y para ello no hay vacuna.